Inolvidable
El móvil nos despista y el estrés nos impide disfrutar de la vida
Me encanta la sensación de esa memoria caprichosa en la que un olor, una canción o una luz te hacen revivir con todo lujo de detalles recuerdos que permanecían ocultos en ella y que vuelven a manifestarse con toda la intensidad de lo vivido.
Son esas evocaciones que tienen el poder de conmovernos, a veces cuando menos lo esperamos, como un regalo vital, profundo y extraordinario.
El olor a jabón verde vuelve a abrazarme a mi abuela y el olor a pintalabios, a mi tía, y me trasladan al tiempo en el que yo fui consciente por primera vez de esas sensaciones. Lo mismo me ha ocurrido hace unos días en Madrid, cuando salí a la calle por la mañana temprano, y su luz me transportó directamente a mis primeros días en esta ciudad, allá por julio de 1983, cuando yo guardaba colas para matricularme de Periodismo en la Universidad Complutense.
Yo creo que no había vuelto a recordar esa luz de principio de verano de hace casi 40 años hasta ahora en que mi memoria me ha hecho este regalo.
Decía el Premio Nobel José Saramago que «la memoria es selectiva y tiende a borrar las partes duras, va armando un recuerdo basado solo en lo más dulce». Podría ser, aunque yo, sin tener idea de neurociencia, creo que las emociones permanecen en toda su dureza, como esa de otra noche de verano de hace también casi 40 años cuando yo experimenté por primera vez la sensación de una pena honda e infinita después de haber enterrado a mi abuelo esa misma tarde.
Dicen los expertos que estamos perdiendo nuestra capacidad de concentración, inmersos como estamos en los miles de estímulos que nos llegan continuamente a través del mundo digital y especialmente de nuestros teléfonos móviles, esos con los que ahora nos afanamos en guardar todos nuestros recuerdos en su memoria ram, aunque sea para meterlos en un archivo que quizás no vuelva a abrirse.
Tratamos de grabar y fotografiar absolutamente todo en nuestros `smartphones', mientras nos olvidamos de sumergirnos en esas sensaciones que se generan al vivir con intensidad plena cualquier situación o momento que nos emociona, esas que se guardarán para siempre en nuestro cerebro y en nuestra alma.
«No recordamos lo que queremos recordar. Recordamos lo que no podemos olvidar», eso está claro y yo creo que ese no poder olvidar, al margen de los acontecimientos en sí, que pueden ser impactantes para bien o para mal por ellos mismos, tiene mucho que ver con la intensidad de lo vivido, de ahí que almacenemos en nuestra memoria situaciones muy cotidianas pero en la que sentimos una emoción especial al ver, escuchar, oler, degustar o palpar.
Por ello, deberíamos dejar siempre en el bolsillo nuestros móviles mientras asistimos a un concierto y hacer lo posible por no perdernos esas sensaciones únicas que siempre te deja el escuchar o ver un espectáculo en directo.
Entre yo, con una sola foto de bebé, y mis hijas, con decenas de ellas, me quedo, lógicamente con el con el repertorio gráfico de mis niñas, pero también me alegra mucho haberlas criado cuando aún no existía ningún tipo de sometimiento a las pantallas y a su poder infinito de guardar miles de recuerdos que quedan perdidos en medio de los «gigabytes».
Eso me permitió deleitarme en el olor y el calor que desprendían en sus primeros meses de vida, el mejor olor del mundo, como el pan recién sacado del horno, sin que nada me distrajera de ello; o en muchos momentos de su infancia que han quedado grabados para siempre en mi memoria con todas sus sensaciones de paz y alegría, y también de temor y desasosiego.
El móvil nos despista y el estrés nos impide disfrutar de la vida, por eso siento pena cuando veo a una pareja joven cada uno inmerso en su teléfono o a padres que están absortos en sus pantallas, mientras la infancia de sus hijos vuela sin que se recreen en ella; la misma pena que siento ahora cuando recuerdo que a veces me parecía que estaba perdiendo el tiempo, «con todo lo que tenía que hacer», mientras mis niñas jugaban en el parque.
Ahora ese tiempo me parece oro y pienso que si volviera a vivir, esta sería mi principal obligación en ese momento, que el trabajo, las lavadoras o las planchas, siempre podrían esperar.
Decía Isaac Asimov que tal vez la felicidad sea eso: «no sentir que debes estar en otro lado, haciendo otra cosa, siendo alguien más» y emocionarse con ello para no olvidar nunca esa bendita, dulce y sencilla monotonía de estar y disfrutar con lo que de verdad amamos.
Decía Saramago que «la memoria es selectiva y tiende a borrar las partes duras, va armando un recuerdo basado solo en lo más dulce»