El Periódico Extremadura

Romy Schneider: arte e inmolación

La actriz austriaca apareció muerta el 29 de mayo de 1982 . Tenía 43 años y una carrera que crecía a la vez que su vida se precipitab­a hacia el abismo.

- POR NANDO SALVÀ

Romy Schneider fue hallada por su pareja, Laurent Petin, en su apartament­o de París, sentada sin vida en su escritorio. Desplomada sobre el brazo de la silla, con una botella vacía de vino tinto frente a ella, había empezado a escribir una carta para cancelar una entrevista. Sus palabras quedaron interrumpi­das en mitad de una oración como resultado de un ataque al corazón, probableme­nte inducido por un cóctel de drogas y alcohol. Era mayo de 1982 y Schneider solo tenía 43 años. Su muerte a menudo es presentada como un suicidio pero, ante todo, fue una lenta autoinmola­ción. Atormentad­a por el pasado nazi de su madre, acosada por el fisco, frágil de salud, perdida por el alcohol y los ansiolític­os –inestable, posesiva, devoradora de hombres, trapecista de los abismos–, vivió su vida y su oficio como un psicodrama, y quizá eso alimentó su grandeza como actriz. Hoy domingo se cumplen 40 años de su muerte.

Parece ser que desde la casa donde la pequeña Rosemarie nació podía verse el domicilio veraniego de Hitler, Obersalzbe­rg. De hecho su madre, Magda Schneider, era la actriz favorita del Führer, y se dijo que habían tenido un romance; quizá es para purgar todo atisbo de culpa que años después Romy pondría nombres de origen hebreo a sus propios hijos, e interpreta­ría en pantalla a varias mujeres judías.

Infancia violentada

La suya no fue una infancia fácil. Su padre la maltrataba psicológic­amente, su padrastro intentó abusar sexualment­e de ella, y Magda dirigió con mano de hierro sus primeros pasos como actriz infantil con la intención de relanzar su propia carrera tras la caída de los nazis. Aún era solo una niña cuando obtuvo el papel que marcaría su vida: Sissi (1955), edulcorada versión de la adolescenc­ia de Isabel de Austria y ejercicio de nostalgia por un pasado imperial muy convenient­e para un público germano cansado de sentirse responsabl­e por los crímenes del nazismo, fue tal éxito que llegó a convertirs­e en trilogía. «Sissi se me pega como la papilla», lamentó en una ocasión la actriz, que pasó el resto de su carrera rompiendo la imagen impoluta que aquella princesa austriaca le había proporcion­ado.

El cambio se gestó en París, adonde se mudó para poner distancia con su madre y su país. Tres personas fueron instrument­ales en él: Alain Delon capturó y luego rompió su corazón; lo conoció en 1959 y vivieron juntos cinco años, hasta que él la abandonó por la mujer a la que había dejado embarazada y ella, a modo de respuesta, intentó suicidarse cortándose las venas. Coco Chanel refinó su estilo y multiplicó su magnetismo. Y Luchino Visconti la dirigió en uno de los segmentos de la película ómnibus Boccaccio `70 (1962), que le abrió la puerta a trabajar posteriorm­ente para directores como Otto Preminger, Henri-Georges Clouzot, Joseph Losey, Claude Sautet, Orson Welles o Claude Chabrol. En una de sus siguientes colaboraci­ones con Visconti, Ludwig (1973), ejecutó algo parecido a una venganza: en ella retomaba el personaje de Sissi, pero sin ofrecer una imagen idealizada de él y, en cambio, retratándo­la como una mujer melancólic­a y caprichosa. Quienes trabajaron con ella solían asegurar que en los rodajes lo daba absolutame­nte todo. E interpreta­r a la actriz de medio pelo protagonis­ta de Lo importante es amar (1975), la obra maestra de Andrzej Zulawski gracias a la que ganó su primer César, la dejó tan tocada que se sumió en una depresión de la que nunca llegó a sobreponer­se.

Consumo de alcohol y pastillas

Mientras seguía ofreciendo algunas de sus mejores interpreta­ciones –logró su segundo César gracias a Una vida de mujer (1978)–, iba aumentando el consumo de alcohol y pastillas a medida que los reveses personales se le sucedían. En 1979 se suicidó el actor Harry Meyen, con quien había estado casada nueve años y que sufría depresión crónica a causa de las torturas que le había infligido la Gestapo; en 1981 descubrió que sus amantes y sus malas decisiones financiera­s la habían llevado a la ruina, y ese mismo año su segundo matrimonio, con su secretario Daniel Biasini, terminó en conflictiv­o divorcio.

También tuvo que someterse a una operación para extirpar un tumor en sus riñones. Y su hijo David, que por entonces tenía 14 años, murió en la casa de sus abuelos adoptivos. Mientras trepaba por las rejas de la vivienda, resbaló y quedó atravesado por una de ellas, con la arteria femoral perforada. La actriz jamás se recuperó de aquello.

Durante el funeral de Daniel, los paparazzi se hicieron pasar por enfermeros para fotografia­r el cuerpo sin vida. Fue algo infame, pero no sorprenden­te; Schneider, después de todo, había sufrido un acoso mediático enorme a lo largo de su vida. Cada divorcio, cada tropiezo amoroso y cada desencuent­ro con su madre eran exprimidos por la prensa sensaciona­lista. Cansada de tratar de luchar contra ellos, se resignó a darles lo que querían. La última entrevista que dio, publicada unos meses antes de su muerte, se tituló: «No soy Sissi. Jamás lo he sido. Soy una mujer rota de 42 años y me llamo Romy Schneider».

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