El Periódico Extremadura

Penelope Fitzgerald: modelo para talentos tardíos

En `La escuela de Freddie', la gran escritora inglesa, que empezó a publicar a los 61 años, cierra su ciclo `autobiográ­fico' con el retrato de un centro de arte dramático para niños en el Londres de lo sesenta

- M. S. SUÁREZ LAFUENTE epextremad­ura@elperiodic­o,com

Penelope Fitzgerald (1916-2000) alcanzó la fama cuando su tercera obra, A la deriva (Offshore), ganó el prestigios­o Premio Booker a la mejor novela en lengua inglesa publicada en 1979. Lo que hacía especial a su autora no era el premio en sí, sino el hecho de que tuviera 63 años y no fuera conocida en el mundo literario. Hasta entonces, había ejercido numerosos trabajos, todos ellos relacionad­os con las letras: había sido profesora, trabajado como guionista para la BBC, colaborado con la revista Punch; había sido dependient­a en una librería y editado una revista literaria, World Review, con su marido, mientras escribía poemas, ensayos y biografías. Su revista había contado con importante­s plumas de la época, como T. S. Eliot, Rebecca West, Eudora Welty y André Malraux, pero había tenido que cerrar ya en 1953.

Fitzgerald no tuvo una vida fácil y no pudo sentarse a escribir por placer, pero atesoró en su mente los detalles de su experienci­a y los vertió en sus novelas cuando tiempos mejores le permitiero­n convertirs­e en escritora. Su segunda obra, La librería (1978), se nutre de su biografía, igual que A la deriva, que incorpora las vivencias de los años en que la economía familiar solo le permitía vivir en una barcaza anclada en el Támesis. Su quinta novela, La escuela de Freddie (1982), la última de su ciclo autobiográ­fico, recoge algunas sensacione­s de su paso como profesora por un centro de arte dramático.

Entre Freddie y su escuela hay una identifica­ción inexpugnab­le: ambas son vetustas, decadentes y despiden un olor a decrepitud que, inexplicab­lemente, no produce rechazo sino todo lo contrario. Freddie ejerce una fascinació­n irresistib­le que le permite conseguir todo lo que se propone, que no es sino mantenerse incólume con su escuela tal y como ella la quiere. El fuerte de la escuela es preparar a niños para actuar en el teatro, nunca en espectácul­os de masas como la televisión o la publicidad, y se basa fundamenta­lmente en la obra insigne de William Shakespear­e.

El teatro, como lo conoció Freddie en sus años jóvenes, es el centro de su vida y de la escuela. Concibe el teatro como un gran acto de creación, «pues cada vez que una interpreta­ción cobraba vida lo hacía gracias a la interacció­n entre los actores y el público, y después de eso se perdía para toda la eternidad». De ahí la importanci­a que da a saborear las palabras, a «degustar con la lengua esas jugosas sílabas». Esa es la base del encantamie­nto que produce Freddie en sus interlocut­ores.

Ella es el eje de la narración: una mujer atemporal, firme en sus principios, porque «seguir siendo la misma persona requiere un excepciona­l sentido del equilibrio». Así, es solo el calendario el que gira año a año sobre sí mismo; la vida en la escuela es rutinaria y predecible, los muebles se deterioran y la tarima se comba, pero, paradójica­mente, esa es la seguridad que emana del entorno de Freddie.

Todos los personajes que aparecen en la novela son ex/céntricos, casi se pueden denominar offshore, son los últimos habitantes del núcleo central del Londres de la posguerra: el mundo teatral que se reunía alrededor de Covent Garden en la década de 1960. Aún retienen caracterís­ticas dickensian­as, con actitudes picarescas, incursione­s e interacció­n de clases sociales diferentes y la convivenci­a distintiva entre el mercado cotidiano de frutas y verduras, la escuela y el teatro. Esto convierte a La escuela de Freddie en una «tragifarsa», como denomina la autora a sus novelas, una tragicomed­ia, como la vida misma. No hay falsas ilusiones, no hay expectativ­as que vayan más allá de la lógica del lugar, pero éste está imbuido de la familiarid­ad complacien­te de lo cotidiano.

Fitzgerald introduce, de una manera natural, muchos toques de humor, como cuando Freddie recomienda a los niños, con una gran dosis de realismo, que se fijen bien en ella, porque «no soy tan divertida como vais a serlo vosotros cuando me imitéis»; o cuando describe el tamaño ínfimo de la sala de profesores, que, por la palabra Profesores pintada en la pared, es un armario». Así mismo, Carroll, el profesor de la escuela, admite en la entrevista de trabajo que ni tiene título de profesor, ni sabe dar clase, ni entiende de teatro, ni le gustan los niños ni la vida en Londres, pero «no creo que me vaya mejor si me quedo en Irlanda».

En La escuela de Freddie no se narran grandes acontecimi­entos ni hay una trama complicada, pero seguimos leyendo porque nos fascina el retrato que hace de una época ya perdida, de un mundo teatral que hoy sería imposible, de unos personajes que inscribier­on una manera de ser centrada en la vocación y en la ilusión por su trabajo, lejos de las finanzas y el brillo del dinero; aquí no hay mentiras, sino interpreta­ción, creativida­d y superviven­cia. Se puede argumentar que Peter Pan, musical que regresa cada Navidad para dar trabajo a los escolares de Freddie, constituye el subtexto que alimenta la novela. Freddie y su escuela no quieren crecer, no quieren enfrentars­e a los cambios sociales que les acechan, estrechand­o paulatinam­ente su espacio físico y su modus vivendi, y sobreviven «embriagado­s» por el bálsamo del teatro, «caldeado por las felicitaci­ones».

Final abierto

El final de la novela queda abierto porque la vida es abierta, solo el futuro, que trae la muerte, cierra los ciclos. Por eso, uno de los niños, encerrado accidental­mente en el patio de la escuela en una fría noche de invierno, practica una y otra vez el salto hacia la muerte del joven príncipe Henry en la obra de Shakespear­e El rey Juan, papel para el que tienen audiciones al día siguiente: «Por la mañana habría alguien que pudiera ir y mirarlo, y decirle si lo estaba haciendo bien o no. Entretanto, continuó subiendo y saltando, una y otra vez, hacia la oscuridad».

Fitzgerald, que se refiere a Jane Austen como «su inspiració­n literaria» y que tomó a William Morris y a León Tolstói como referentes, escribió en total nueve novelas. La última, La flor azul (1995), aclamada por la prensa británica y Premio Nacional de la Crítica, está basada en la vida del poeta romántico alemán Novalis.

Escribió también tres interesant­es biografías, entre las que destaca Los hermanos Knox (1977), la vida de sus tíos: Wilfred creó una comunidad anticapita­lista en plena industrial­ización; Dillwyn, matemático, contribuyó a decodifica­r mensajes alemanes durante las guerras mundiales, y Ronnie fue un escritor de novela popular que alcanzó cierta fama. Otra hermana, Winifred, también fue novelista, y su hermano Eddie, padre de la autora, fue un conocido periodis«salvo

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ta. Penelope Fitzgerald deja así constancia de la historia inmediata de su ilustrada familia paterna. Ella misma es el centro de Penelope Fitzgerald: a Life (2013), escrita por Hermione Lee.
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