El virus de la desinformación
Dunaesde las guerras del Peloponeso, los conflictos armados y la propaganda forman pareja bien avenida. Puede que desde mucho antes: como dice Sun Tzu, en El arte de la guerra, toda guerra está basada en el engaño. A nadie le puede extrañar, en consecuencia, que Putin también acompañe la invasión de Ucrania de una intensa campaña de propaganda. Lo que hoy llamamos desinformación. El concepto tampoco es nuevo, como suele creerse. Las fake news no nacieron con internet. Siempre acompañaron a la guerra. Lo que ocurre es que, en Rusia, está profundamente arraigada y la tradición forma parte de la estrategia militar desde la época soviética. En pugna con Occidente, el KGB creó un departamento destinado, literalmente, a «inventar datos para generar en la mente del adversario imágenes incorrectas de la realidad para que este tome decisiones que nos sean beneficiosas». Es la tradición de la dezinformatsiya, de la que Putin es un intérprete privilegiado por los años que medró en los servicios secretos soviéticos. Desde la invasión de Ucrania, la desinformación rusa destinada al mundo ha alcanzado cotas nunca vistas, apoyadas en las posibilidades que ofrecen las redes sociales y en cierta predisposición de las sociedades occidentales a dar por buenas noticias que no lo son y a asumir lo que George Orwell llamó hechos alternativos, mucho antes de 1984.
Desde el principio de la guerra, España ha sido uno de los objetivos de la campaña de desinformación sistemática con la que el Kremlin aspira a modificar la realidad. Empezando por llamar operación militar especial lo que es una invasión de un país soberano sin que este haya atacado previamente a Rusia. La revelación de que la opinión pública española haya recibido más de 40.000 mensajes de desinformación es preocupante y debería motivar una respuesta informativa y pedagógica a todos los niveles. No se trata de oponer propaganda a la burda campaña rusa, sino de responderle con la verdad completa sobre la guerra, sus causas y sus consecuencias. Es relevante que, en España y en otros países, los agentes digitales de Putin hayan aprovechado la existencia de redes previamente existentes, impulsadas por grupos negacionistas durante el covid. Indica que la desinformación actúa como un virus, que se expande por sociedades escépticas, golpeados por la crisis, inertes ante la complejidad de los retos que tiene la humanidad. Quienes hicieron suya la idea de que el virus había salido de un laboratorio para dominar el mundo son más propensos a creer las mentiras de Serguéi Lavrov, el incombustible ministro de Exteriores ruso. Da lo mismo que se trate de negar el bombardeo de una maternidad en Mariúpol, la matanza de Bucha, o pretender que el destructor ruso alcanzado por fuego ucraniano en el mar Negro se hundió a causa de una tormenta.
La desinformación no es fácil de combatir porque su objetivo último no es dar credibilidad a un relato alternativo sino difundir la sensación de que todos mienten. En esta capacidad de sembrar la duda está su fuerza.
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