Lo que digo va a misa
El otro día se me ocurrió, en uno de esos arrebatos míos de sentir, colgar un tuit en el que declaraba mi fervor por la antigua costumbre de cerrar los tratos con un apretón de manos. Porque antes la palabra dada era ley y eso se respetaba más allá de cualquier contrato. Dirán ustedes que no aprendo, que vaya con mi manía de decir lo que pienso sin tener en cuenta lo ofensivo que resulta para los demás.
Porque sí, porque parece que valorar como se merece a una generación que hacía lo que decía que iba a hacer y que creía que el esfuerzo era la clave del éxito, ofendió bastante.
Hubo quien me echó en cara que lo de esforzarse está sobrevalorado y sólo lleva a una frustración constante y a dar de más a quien no lo merece. También me explicaron que el hecho de que ya no se confíe en la palabra dada es culpa precisamente de la anterior generación, que no lo inculcó a sus hijos; lo del ejemplo como aprendizaje parece que muchos no lo ven, y si no se lo das por escrito ni lo entienden ni lo adoptan.
Quizás lo más chocante es que hay quien cree que esa idea es absolutamente obsoleta porque si hoy das tu palabra pero mañana te arrepientes, pues nadie puede ni debe hacerte pagar por cambiar de opinión. Y es ahí cuando me da por pensar que si yo me veo como una extraña en esta sociedad, no puedo ni imaginar cómo debe sentirse la generación anterior.
Que hay teoría, ejemplo y decisión. Y sobre todo, hay un hacerse responsables de lo dicho, lo hecho y lo omitido. Que ya está bien de que la culpa de todo sea ajena y de lo de «yo soy un producto de las acciones de los demás».
«Yo no soy mala, es que me han dibujado así», que decía Jessica Rabbit. Y al infierno para siempre el poder de decisión, el libre albedrío, la responsabilidad y el hacerse adultos.
Atrévanse a que su palabra valga más que un contrato. Y, de paso, intenten darla sólo a quienes muestren la misma consideración ante ustedes.
Yo prefiero seguir estrechando manos. Prefiero el valor de lo prometido.
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