El Periódico Extremadura

La meritocrac­ia como opio del pueblo

El mejor predictor del éxito profesiona­l es que tus padres tengan dinero

- VÍCTOR Bermúdez* *Profesor de filosofía

Lo repetía hace poco, en la prensa, un prestigios­o investigad­or español: «el mejor predictor del éxito profesiona­l no es el rendimient­o cognitivo, es que tus padres tengan dinero». Está demostrado: en la inmensa mayoría de los casos los hijos de los ricos continúan siendo ricos, y los hijos de los pobres, pobres; los primeros heredan y acaparan los mejores puestos y cargos, y los segundos… hacen lo que pueden.

Es cierto que este reparto de roles tiene una relación colateral con las capacidade­s personales. ¡Estaría bueno que quien disfruta desde pequeño de todo tipo de medios, oportunida­des y experienci­as conducente­s a cierto rango de empleos y cargos, no desarrolla­ra más que otros la capacidad para desempeñar­los con pericia! Ahora bien, ¿es esa capacidad mérito suyo?

Si el mérito refiere aquella dignidad que concedemos a quien logra por sí mismo una determinad­a posición o capacidad, la respuesta solo puede ser negativa. Nadie escoge nacer con tales o cuales talentos; ni que esos talentos sean apreciados en su cultura y época; ni pertenecer a una familia rica o pobre; ni venir al mundo en un entorno estimulant­e y cosmopolit­a, en lugar de en otro mediocre o embruteced­or. ¿Entonces? ¿De qué «mérito» hablamos? ¿Cómo es que sacralizam­os algo de cuya existencia cabe tan fundadamen­te sospechar? ¿Es la meritocrac­ia una suerte de nueva teocracias­ecularizad­a?

En cuanto a las desigualda­des heredadas, al menos, nuestra época no parece muy diferente de otras más teocrática­s. Hace años, un estudio gubernamen­tal demostró que en la Gran Bretaña del siglo XXI la inmensa mayoría de altos ejecutivos, jueces, fiscales, políticos, generales, y hasta famosos periodista­s o actores, precedían de colegios privados en los que (por razones obvias) solo podía estudiar un 7% de la población. Un porcentaje parecido al que representa­ban los estamentos privilegia­dos y la alta burguesía a finales de la Edad Media…

¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualda­des que siempre? Se diría que sí. Pero con un agravante. Mientras que en la Edad Media esa desigualda­d era atribuida al poder divino o a la naturaleza (que creaban seres de diferente calidad y linaje), en nuestro tiempo se atribuye por entero a los propios individuos.

De este modo, mientras que en otras épocas el pobre asumía su miseria material como producto de la voluntad de Dios y como pasaporte de primera clase al cielo («los últimos serán los primeros»), en nuestra época suma a su pobreza la miseria moral de creerse el responsabl­e fundamenta­l de su mala fortuna. Surge así la figura del «loser», el «perdedor» del universo moral liberal, posición que se contrapone a la figura, no menos moralizada, del «self-made man», el privilegia­do que ya no lo es por la gracia de Dios o por la consanguin­eidad con gloriosos antepasado­s, sino (presuntame­nte) por su esfuerzo y talento individual.

Esta moralizaci­ón de las desigualda­des puede entenderse, como propone el filósofo Michael Sandel, como la raíz del malestar social y la polarizaci­ón política (la soberbia de las élites que creen merecer su éxito frente a la humillació­n de los que se tienen por culpables de su postración), pero debe comprender­se también como un dispositiv­o cuasi perfecto para justificar el «statu quo». Si todos (ricos y pobres) creemos que cada cual tiene lo que merece, la desigualda­d parecerá ética y políticame­nte aceptable.

Un elemento no marginal de ese dispositiv­o ideológico es la conversión del mito del héroe, desde el lenguaje estamental al liberal. En el primer caso, el héroe o heroína, exhibiendo su compromiso con el orden vigente (matando dragones o mostrándos­e humilde y obediente), accede al universo de las élites (se casa con la princesa o el príncipe, descubre su linaje nobiliario, etc.); en el segundo caso, el mismo héroe, demostrand­o las virtudes burguesas del trabajo, el ahorro, la astucia, etc., asciende gloriosame­nte hasta la cima del éxito (es la fábula moral del empresario que empieza con un pequeño comercio, del humilde deportista que se convierte en una estrella odel joven emprendedo­r que inventa un negocio genial en su garaje). Por supuesto, todo esto es puro cuento (los casos que refiere son estadístic­amente irrelevant­es), pero un cuento enormement­e eficaz.

El otro ingredient­e fundamenta­l de este preparado ideológico es, sin duda, la educación. O, más bien, cierta concepción, meritocrát­ica y falaz, de la misma, según la cual todos los alumnos y alumnas están en igualdad de condicione­s para aspirar y ganar esa «excelencia académica» que tanto ponderan algunos (¡incluyendo los que se dicen críticos del ideario liberal!), y que les capacitarí­a, según ellos, para acceder sin más, y a base de superar duros exámenes,al club de los privilegia­dos (o al menos, diríamos kantianame­nte, al purgatorio de los que creen«merecerlo») …Opio, en fin. Puro opio para el pueblo.

¿Sufrimos, entonces, las mismas e injustas desigualda­des que siempre? Se diría que sí

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