La mujer de la cueva
José Antonio Barquilla Mateos
Huertas de Ánimas (Trujillo)
Algo por encima y sin profundizar mucho ha llegado a mi conocimiento la noticia de una mujer, que no sé quién es ni de qué lugar, ha estado encerrada en una cueva quinientos días. No sé tampoco qué cueva es, ni con qué objetivo se encerró en dicha cueva, como no fuera para hacer una experiencia nueva.
Y desde aquí sólo puedo escribir este artículo por conjeturas, o divagar, sobre este hecho tan extraño como peregrino, que me sirve, no obstante, para navegar por los seductores laberintos de la imaginación.
En el Quijote, como sabemos, estuvo el caballero de la triste figura, unos minutos en las entrañas de la cueva de Montesinos, y tuvo experiencias soñadas o verídicas que tenían que ver con las fantasías caballerescas y, según el caballero loco, todo eso había transcurrido en un espacio de tiempo prolongado.
Una mujer, (no necesariamente la mujer de la noticia ), o un hombre, encerrado o encerrada, en una cueva, en soledad y durante tanto tiempo, debe pasar por sensaciones extrañas y nunca sentidas. El total aislamiento en las entrañas de la cueva, el silencio hondo, el lugar, probablemente húmedo y opresivo, la estrechez quizá de las tristes habitaciones, tienen, por muy entero que se tenga el ánimo, que hacer mella en los espíritus más fuertes.
Aunque bien provista tal persona de lo necesario y con el propósito de solicitar ayuda en caso de un apuro serio, la decisión firme de permanecer el tiempo propuesto en el interior de la cueva, sería parecido al caso del Buendía de García Márquez, amarrado por la fuerza de la costumbre al castaño, al que su locura le ataba, incluso ya sin soga, o al caso de Wakefield, el personaje de Nathaniel Hawthorne, que se alejó de su cálido hogar y de su amante esposa por espacio de veinte años, por una loca y extravagante idea.
Supongo que el hecho de vivir en el interior de una cueva una persona totalmente aislada de la sociedad requiere una gran dosis de valentía entre otras cosas. Una persona sola dentro de una cueva por muy amplía que sea la cueva y por muy bien acondicionada que esté, ha de sentirse en ocasiones angustiada, con problemas de ansiedad y otros miedos y desazones.
De pequeño, un servidor y otros muchachos de mi edad nos asomamos a la boca de una cueva de por aquí, llamada «la cueva de los frailes», que quizá era una cueva más bien pequeña e indigna de tenerse en cuenta, pero si hubiéramos tenido que estar, no quinientos días, sino solo una hora en su interior, nos hubiera producido algo más que miedo.
Una mujer sola en una cueva durante quinientos días, como un Robinson Crusoe, en su isla desierta, pero voluntariamente aislada es algo tan insólito como admirable, aunque no comprendo la finalidad del hecho, como no sea la demostración de la insospechada fortaleza humana.
Aunque quizá la mujer de la cueva que me ha inspirado este escrito tuviera un fin concreto para tal hazaña, hecho, que como he señalado antes, desconozco.
Puede que se tratara de hacer un estudio arqueológico, de unas pinturas rupestres, o de buscar las huellas de alguna civilización perdida o algo así, no lo sé.
Pero yo no escribo sobre ese hecho concreto, sino sobre lo que ese hecho me ha inspirado para pergeñar estas pobres líneas que espero nos sirvan al menos para reflexionar un poco sobre la nunca suficientemente explorada, condición humana.