El Periódico Extremadura

Excavándon­os

- Rosalía Perera* *Abogada

En el centro de la pared verde una joven observa. Puede que sea la hermana del pintor, una chica buena de Mérida. Yo imagino, sin embargo, que es una tartesia, que ve el posar de las horas, el pasar de la gente, ajena a sus ojos profundos, a su boca antigua. El marco está roto, como el tiempo. Dorado como el caer de la tarde sobre Extremadur­a y el Alentejo. Los olivos y el aire limpio, y las vides desbordant­es y las higueras perfumadas y las vecinas descorrien­do las cortinas, pardas, que habían dejado la casa en penumbra para la siesta. El aire detenido. Los mismos gestos convertido­s en ritos. No demasiado lejos, nos miran también, riéndose de nuestra sorpresa, otras dos mujeres. Sus máscaras han renacido de la profunda tierra de Casas del Turuñuelo. Han salido, deseosas de luz, para responder a los arqueólogo­s que como un rezo, sus nombres. Su devoción las llamó, las convocó al mundo de los vivos. Dijeron sí, sus labios delineados, a los que solo les falta el beso y la palabra, el gesto precioso, el peso de la historia sobre sus párpados. Del antes del antes, del siglo V a. C. han vuelto para descubrirn­os el secreto tejido en cada estrato, los sedimentos que hablan de nosotros mismos, el origen de quien somos, el leve aleteo de la vida en la piedra. Blanca.

Carmona deslumbra encaravan mada sobre la llanura amarilla y sobre los pueblos que la habitaron. Capas de piedra y tierra y lascas de ladrillo, almohadill­as, sillares, el tapial medieval… nos narran, como si Sherezade desgranara las cuentas de su collar,

sobre tartesios, fenicios, cartagines­es, romanos, árabes y cristianos. Fui porque pocas cosas hacen chispear ya los ojos de mi tia Asun, más que el amor de sus nietas y el amor a la historia. «No te quedes a tomar café, que si no, no ves la necrópolis, anda, corre». Como es una mujer sabia, no lo dudé, y aun estoy dándole las gracias. «Em cada canto, um recanto», dicen los portuguese­s, y así, sorprende la huella impresa de los siglos en las esquinas labradas de las casas, en el polvo de los objetos expuestos en un museo que apenas se visita, en la Catedral que antes fue mezquita, tan exuberante como una Sevilla chica, en el barranco que parece acantilado, al que se abre el Alcázar del Rey Don Pedro. Las vasijas hablan de Tartesos. Reconstrui­das como intentamos hacer con los pedazos de conocimien­to que emergen en cada excavación, que desempolsu­surraban,

los investigad­ores con extrema delicadeza, olvidados en su afán de descifrarn­os. La vuelta de esta historia culmina en el Arqueológi­co de Madrid. En la admiración que suscita un gran museo, que recorren los escolares, los extranjero­s, dos jubilados, casi nadie. Trocitos de arcilla, joyas, tumbas y utensilios. Debajo, rótulos con nombres de aquí, Medellín, Campanario, Zalamea de la Serena, y la Carmona de mi tía Asun, cerrando el circulo. Le mando un mensaje, porque ella me ha levantado el hambre de aprender. Leo, y leo, hasta que se me cierran los ojos. Dando gracias a quienes dedican su vida a desenterra­r respuestas, apago la lámpara, y le deseo buenas noches a mi tartesia imaginaria, sabiendo que no responderá mis mil preguntas, sabiendo que nada sé.

Sus máscaras han renacido de la profunda tierra de Casas del Turuñuelo

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