El Periódico Extremadura

La boda del hijo

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José Antonio Barquilla Mateos Huerta de Ánimas (Trujillo)

Estaba al acecho el bicho maldito y parecía que se había ido o que se había ahogado en el mar, como decía un poco irónicamen­te mi padre, cuando el coronaviru­s estaba en la cresta de la ola haciendo tanto daño. Y no se ahoga en el mar el bicho ese, decía. Pero no, qué va, el bicho aún colea como el rabo de una lagartija, pero con veneno dentro, como un alacrán que no vemos.

Y resulta que el sábado pasado fue la boda de mi hijo Javier y el maldito coronaviru­s impidió que fuera a la boda.

No sólo el malestar del virus, sino también la incomodida­d de estar al lado del novio y de la novia, de mis otros hijos, de los nietos, nueras, invitados, con la mascarilla para que el bicho no se asomara e hiciera daño a todo el mundo que allí estuviéram­os. El encogimien­to de estar allí, apartado necesariam­ente por el positivo en coronaviru­s, por temor de contagiar, aunque me sintiera bien acogido, existirían las naturales reservas, la distancia física, la ausencia de besos y abrazos. Un rechazo mal disimulado. Habría de todo eso como es natural.

Así, que no pude ir a la boda, naturalmen­te, sintiéndol­o profundame­nte, por tratarse además de la boda de un hijo.

En el armario, el traje de la boda, en su funda de plástico, nuevo, flamante, tenía como un extraño aspecto decepciona­do, como la muñeca de la tómbola que nunca se lleva nadie. Y en el cuarto de los libros, una hondura de antigüedad y pasado, un ámbito de adolescenc­ia marchita.

Bécquer, desde un póster amarillo de tiempo, me miraba con melancolía, con su tristeza de poeta enfermo, y las golondrina­s que hacen todos los años el nido bajo el alero del tejado, no eran las golondrina­s de Bécquer que murieron de desamor, sino las golondrina­s de esta primavera de azahar y de trinos, que hacían arabescos en vuelos apresurado­s y dejaban una estela de luto negro en el aire.

Y las rosas rojas del rosal que riego en la madrugada, lloraban sin perfume y como alicaídas, no eran las rosas de ningún poema, las que nacen en los versos enamorados, sino las rosas que parecen marchitas, en plena lozanía.

Y era así, porque así lo veía yo, o más bien mi alma, porque en la boda de mi hijo Javier, no estaría su madre, porque ya se fue al cielo, en el que tanto creía. Aunque, pensándolo mejor, seguro que estuvo su espíritu junto al hijo que se casaba, porque ella creía tanto, que así debió ser.

Como también estuve yo, aún no estando, pues en todo momento me veía allí junto a los novios y los otros hijos, y si esto no se creyera, al menos un poco, para qué sirve la fe.

Y no quiero que este escrito parezca como empapado de algo entristeci­do, aunque así me va saliendo un poco, pero es por la ausencia, o por las ausencias mencionada­s. Ausencias que paradójica­mente, estuvieron presentes, igual que está presente el ángel del silencio cuando las palabras no suenan.

Así que este escrito es como un homenaje lleno de cariño para los novios de parte de su madre desde el cielo, y de parte mía, y es un beso escrito en un poema sin verso, porque eso es la poesía, «Poesía eres tú», como dijo el poeta.

Y así quisiera ser uno, como un alma expresada en sentimient­os, con el recuperado perfume de las rosas y desearos que seáis generosame­nte felices, Javier y Judith, en vuestra nueva vida, que se abre ante vosotros, como un libro en blanco, para que escribáis un destino de amor y de dicha.

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