«Escribo en un cuarto sin apenas luz natural»
Con la novela Boulder, escrita en catalán, Eva Baltasar ha conseguido sin pretenderlo dos cosas: 1/ que Almodóvar quiera adaptarla al cine, y 2/ ser una de las cinco finalistas al International Booker Prize, el más codiciado de las letras anglosajonas. El próximo martes, escoltada por su editora, Maria Bohigas, y su pareja, la impresora Elisenda Romanyà, estará en el Sky Garden de Londres, donde se emite el fallo. [Va zen porque su cabeza está okupada por una nueva novela].
– Antes de nada, ¿le ha llamado Pedro Almodóvar?
– A mí, no. Y mi agente sabe que si no hay nada en firme, no hace falta que me lo explique. Lo que sea, se verá.
– ¿Es fan del manchego?
– Soy bastante lectora de autores muertos y no soy cinéfila. Lo poco que he visto de él, me ha gustado. Y es gracioso, una vez soñé con el tráiler de Boulder: un barco atravesaba el mar, sonaba una música con mucha percusión, aparecía una discusión entre dos mujeres.
– No parece muy emocionada. ¿Es tan fría como parece?
– Diría que no -con mis hijas [la mayor tiene 20] soy muy cariñosa y con mi pareja, también-, pero hay gente que me dice que sí. Miro atrás y me veo como una peonza, de aquí para allá, cayéndome hostias de todas partes, y he aprendido a poner límites cuando siento que alguien pretende manipularme. Digo «no, gracias» con total tranquilidad.
– ¿Cómo era de chica?
– Solitaria. Mis padres trabajaban y, pese a vivir en una comunidad con un parque infantil y una piscina, a mi hermana y a mí no nos dejaban salir.
– ¿Por qué?
– Por miedo, supongo. Lo mirábamos todo desde la ventana. Tuve la suerte que mi madre era del Círculo de Lectores y que un día me hizo el carné de una biblioteca. A los 10 años leía compulsivamente, en mi cuarto, en una mecedora, comiendo galletas o chocolate que compraba a escondidas. Y a esperar a los 18 años, con paciencia, sin enfrentamiento.
– Empezó a escribir mucho antes.
– A los 3 años llenaba las libretas amarillas que me daban en la escuela. Y durante toda la infancia y adolescencia escribí un diario. Yo me he sentido siempre escritora. Siempre puse la escritura por delante. No con el objetivo de poder vivir de ella, pero no me quería casar con ningún trabajo porque intuía que me desviaba de mi libertad. He limpiado casas, he sido camarera, ayudante de un pastor, técnica municipal, he trabajado en educación.
¿Siempre tuvo seguridad en sí?
–
– Sí. Eso no significa que durante los años que viví de payés no quemara mucha poesía en la chimenea. Hasta que un día -tenía 28- me enamoré de una mujer, Laia, y escribí un poemario amoroso. Como no quería regalarle cuatro folios mal grapados, me presenté al Premio Miquel de Palol y lo gané [y acabó casada con ella 10 años]. Durante una década mi manera de publicar fue presentándome a premios.
– Ahora es finalista del Booker.
– Y estoy muy contenta, pero tengo la suerte de estar trabajando en una nueva novela. No quiero salir de ella.
Cuente, cuente.
–
– Solo puedo revelar que no hay maternidad ni sexo.
Vaya. Dibuje el lugar donde la escribe.
–
– Escribo en una habitación interior, sin apenas luz natural. Es como una celda de monja. Solo hay una cama y un escritorio. Cuando entro ahí, estoy en paz. A veces he pensado que tengo tanto desorden en la cabeza, que necesito que el entorno esté muy vacío y ordenado. Seguramente por eso medito.
– ¿Medita o reza?
– Me voy a pasear por la riera de Cànoves, me siento en una piedra y escucho. Esa es mi forma de rezar.
¿Un puntito de misantropía?
–
– Digamos que estoy más a gusto estando sola, en Cardedeu, o en el de mi pareja, en el Alt Empordà. Soy muy decimonónica yo.
– ¿Qué suele pasar en esa habitación propia?
– Parto de paisajes de mi vida -como la protagonista de Permagel, compartí piso en el Eixample; como la de Mamut, me marché al Berguedà, con una hija de 2 años, a una casa sin luz-, pero necesito encontrar una voz. Hablo con el Espíritu Santo -estudié con los curas- y le pido: «Por favor, una imagen para empezar». Y me voy orientando. Aprovecho la boca de mis personajes para mostrar incomodidades que también yo sufro.
¿Su mayor incomodidad?
–
– Vivimos en sociedades en las que nos creemos seguros, pero estamos en la intemperie, quizá tanto como hace cinco o seis siglos. Apretamos un botón y se enciende la luz, pero un día puede no encenderse. Por contra, antiguamente, si te preocupabas de buscar leña, te asegurabas la luz y el calor. Esta provisionalidad me resulta incómoda.