El color de los días
Hace ya unos años que viene siendo habitual, en nuestro país, conferir el color negro a un viernes. Se inventó antes en Estados Unidos y, aunque la razón por colorear el viernes de negro no está clara, lo que sí es cierto es que tintar de color negro al viernes se ha convertido en un perfecto reclamo para animar a los clientes y consumidores a precipitarse a los centros comerciales, para consumir como si no hubiera un mañana.
Y la verdad es que no sabemos si los precios mejoran en ese viernes negro, pero lo que sí está claro es que los clientes salen convencidos de que todo lo que han adquirido ese viernes ha sido una auténtica ganga. Una estrategia magistral de los comerciantes, que se las arreglan para que todos compremos compulsivamente antes de Navidad, en Navidad, y después de Navidad, en las rebajas de enero.
No es de extrañar, pues, con tanto gasto desmedido, que el color que se le asigne al tercer lunes del mes de enero, después de las rebajas, sea el azul. Después de la euforia consumista a todos los niveles que hemos derrochado al final del año, es normal que al tercer lunes de enero se le coloree de azul. A aquellos que les guste disfrutar de las canciones de los Beatles saben muy bien que el color azul es un color cuyo significado es totalmente contrario a la euforia, a la alegría. El azul está teñido de un tinte de tristeza, de pesimismo, de pura resaca que se manifiesta en los humanos en un bajísimo estado de ánimo.
Así cantaban los de Liverpool cuando le decían a la chica «Please, don'twearthe red tonight», que no usara el rojo esa noche, por favor, «…because red isthecolourthatwillmake me blue», porque el color rojo es el color que a él le pondría azul, le pondría triste. Por eso el tercer lunes del mes de enero es azul. Hemos pasado casi sin darnos cuenta del negro del viernes, entregados todos a las compras compulsivas, al azul del lunes, donde todo es recapacitación y mesura para poder subir la cuesta que se avecina.
En apenas dos semanas nos hemos percatado, con seguridad, que aquel fajo de proposiciones que barajábamos en nuestras manos, cuando el trémulo año expiraba, ha ido perdiendo grosor y consistencia, con el inicio del nuevo año. Todavía con el sabor de la última uva en nuestra boca, regado con el mejor champán, jurábamos y perjurábamos, absolutamente convencidos, que desde el uno de enero saldríamos a caminar todos los días. Y, efectivamente, la primera semana del primer mes del nuevo año, no faltamos ni un solo día a nuestra palabra, pero fue tocar el albor del lunes azul, y la línea del podómetro de nuestro móvil ya no levantaba cabeza, sino que presentaba, en la base de la pantalla, un encefalograma casi plano. También levantamos la voz aquella ya lejana noche del treinta y uno al uno, un poco atufados de alcohol, para jurar ante todos, cuñados incluidos, que el vicio del tabaco era, para nosotros, cosa del pasado. Y recordamos entonces el uno de enero como un día nefasto, casi también de color azul, y maldecíamos aquella maldita proposición y, sobre todo, haber hecho añicos, cigarro a cigarro, aquel paquete casi enterito, que destruimos ante todos para convencer a familiares y amigos que, esta vez, la cosa iba más que en serio. Al día siguiente ya estábamos echando humo por boca y nariz de manera habitual.
Y de lo de la proposición del gimnasio, mejor ni hablamos. No encontramos tiempo para ir, a pesar de haber pagado la matrícula de todo el año. Y es que el lunes azul es tan azul como toda la cuesta de enero. Tan azul como aquellos `idus de marzo' de los que el adivino le dijo a Julio César que se cuidara, avisándole de su asesinato. Y es que marzo, en tiempo de los romanos, era el primer mes del año y tenía una cuesta tan empinada y tan azul como nuestra cuesta de enero. Menos mal que el ser humano sabe vencer todas las vicisitudes y contrariedades y malos presagios porque, nada más comienza a inclinarse a favor la cuesta azul, derrochamos, con esperanza, una gran variedad de nuevos colores para teñir, todos los días, con la polícroma alegría del carnaval.
Fue tocar el albor del lunes azul, y la línea del podómetro de nuestro móvil ya no levantaba cabeza