A este lado del paraíso
Hace algunas semanas, mientras preparaba la cena, esperaba sentado en la cocina a que el agua rompiese a hervir. Era domingo y la radio transmitía los partidos de la jornada de la Liga. Tengo varios bares cerca de casa, amigos cercanos con magníficas televisiones, o incluso podría suscribirme a alguna de las plataformas deportivas de pago, pero me resisto al cambio. Prefiero la radio, como un ritual que me une a mi padre en la distancia.
El partido no era muy interesante y los comentaristas se dejaban arrastrar encantados por las fuerzas de marea de los directos: bromas indescifrables para los radioyentes, piques de patio de colegio y chismes recién horneados desde las covachuelas de la corte. Después de escuchar una ingente cantidad de partidos he conseguido disciplinar mi atención y centrarme en la narración pura de las jugadas. Sin embargo, ese domingo por la noche, la subjetividad de un periodista traspasaba mis defensas y, aunque no recuerdo su frase con exactitud, explicaba que alguien que pierde su acento es una persona que no merece la pena.
Las palabras se me clavaron como aguijones. Desconozco si tiene o no razón. Espero que no, porque soy una de esas personas. Llevo años alejado del que un día fue mi hogar y he ido perdiendo el acento de mis padres, me he desligado de las costumbres y de los muertos que reposan en la tierra. En este tiempo, las culturas y costumbres de las que he sido partícipe me han resultado tan fascinantes como herméticas. Ninguna y todas se adhieren a mí. Al principio, una necesidad juvenil de desarraigo voluntario, después las luces cegadoras de la vanguardia y, al final, la dualidad quimérica de quien no se reconoce en su pasado: he estado en Yosemite, en la estepa siberiana y puedo preparar una fabada asturiana, pero no he visitado el Meandro del Melero, no recuerdo el teatro romano de Mérida y desconozco la receta para preparar un buche con berzas.
Esta pérdida de identidad ha fracturado mis vivencias y me reduce a la búsqueda inconsciente de un lugar, una ciudad o una persona en las que reposar. Hace tiempo pensaba que si regresaba más a menudo, las sensaciones de extrañeza y deuda permanente con mi familia y amigos desaparecerían. Sin embargo, he aprendido que este proceso es irreversible y similar al destierro de la isla de la infancia. Una vez abandonada solo queda la nostalgia. Una sombra mortecina que me impide avanzar, como el vacío de las cosas malas que va llenándose por sí solo o el eterno vagar a este lado del paraíso.
Esta pérdida de identidad ha fracturado mis vivencias y me reduce a la búsqueda inconsciente de un lugar, una ciudad o una persona en las que reposar