¿Poderes públicos?
La pugna de hoy: no cambiar nada o cambiarlo todo
Una de las quiebras de nuestros cimientos sociales es la duda, creciente y razonable, que la ciudadanía tiene sobre los llamados poderes públicos: Ejecutivos (Gobiernos central y autonómicos, de los que depende esencialmente el funcionamiento de las Administraciones Públicas), Legislativos (Congreso, Senado y asambleas autonómicas) y Judicial.
En mi opinión, hoy se puede afirmar que estos poderes son poderes,pero no públicos. El carácter público proviene de establecer su objetivo en el interés general o bien común, ideas distintas pero que sirven como sinónimas para entendernos. Sin embargo, una gran mayoría social percibe con claridad que estos poderes actúan, en líneas generales, para salvaguardar intereses privados (de empresas, de partidos políticos, de algunos sindicatos, de ciertas asociaciones con especial influencia, y de los dirigentes de dichos poderes, junto con sus familiares, amigos, socios y allegados).
Esta inercia, en cierto modo marcada por un vicio intrínseco y originario de la Constitución de 1978, ha llegado hasta tal punto que son pocos los españoles que alguna vez en su vida no hayan sentido que las Administraciones Públicas son sus enemigas (obstaculizadoras, limitantes, endogámicas, insensibles, lentas, ineficaces) en vez de lo que constitucionalmente son: un servicio para el ciudadano. Las Administraciones son como la piel de los poderes públicos, la epidermis que roza con la piel del ciudadano, la que informa de la salud del sistema.
La Constitución Española consagró un sistema oligopólico de partidos (lo que llamamos partidocracia o partitocracia) en que solo mediante organizaciones muy burocratizadas e hiperfinanciadas puede articularse la voluntad general. Al tiempo, orientó la legislación sindical para generar otro oligopolio, también muy burocratizado e hiperfinanciado, que dominara todo el sistema. Ambos niveles, el político y el sindical, controlados en cada momento por no más de cinco o seis grupos en total, acuerdan consensuadamente el rumbo del país. Es lo que se llama sistema corporativo que funciona, en general, como una empresa.
No es raro, por tanto, que los partidos y sindicatos que no nacieron con la democracia encuentren casi imposible sobrevivir. Esta democracia está pensada para que eso ocurra. Y no es raro, por tanto, que mucha gente tenga la impresión de que los poderes públicos tienen mucho poder, pero poco interés público. No es una sensación subjetiva, es la inercia en la que entran este tipo de sistemas.
Llegados a este punto, en el que la desconfianza de la ciudadanía por sus instituciones es tan elevada, caben pocas soluciones parciales. Es necesario asumir que esto es lo que hay o que hay que cambiarlo de raíz. Y en esa pugna está ahora España, Europa, Occidente: entre quienes no quieren cambiar nada y quienes quieren cambiarlo todo. El acuerdo no es posible y el desacuerdo irá en aumento.n
NUEVA SOCIEDAD, NUEVA POLÍTICA ENRIQUE PÉREZ ROMERO