Una boda guay
Ha poco, asistí, a la boda del hijo de dos grandes amigos. Hoy la reseño a lo carroza, como hace 50 años, en mis tiempos de plumilla de última fila del periódico.
Así redactaba otrora, y hogaño quiero volver a hacerlo: «En la iglesia del convento carmelitano del Desierto de las Palmas, santificaron sus amores Inés Lázaro García-Gill y Jorge Peña Montañés. La novia, vestida con un ajustado vestido sirena, que resaltaba su escultural figura y su belleza, entró al templo del brazo de su padre y el novio, acompañó a su madre. Los recién casados invitaron a sus parientes y amigos a una opípara comida en un restaurante de la huerta de Burriana, donde la felicidad del ambiente hizo desaparecer hasta el aciago recuerdo del covid». Vamos, un casamiento guay, dicho en el lenguaje moderno. Me gusta la palabreja, algún día porfiaré sobre ella.
Hoy el matrimonio no parece gozar de buena salud, dadas las posibilidades de vínculo sin compromiso institucional. Al respecto, no hace mucho leí un libro de las sociólogas Linda Waite y Maggie Gallagher y en él determinaban el provecho que el casorio supone para las parejas y para la población. Lo justificaban como una iniciativa social preferente, considerándolo un seguro de vida de largo alcance. Tal vez el problema sea que la sociedad cada vez concede menos reconocimiento público al compromiso y sigue manteniendo la periclitada teoría del beneficio emocional, frente al indudable poder transformante que tiene la unión. El diálogo, la dependencia amorosa, el ideal moral, la toma de decisiones conjuntas, el apoyo común… En fin, vi en los ámbitos litúrgico y festivo, que esas teorías podían llegar a buen puerto con esta parejita.