Un caso real: «Me hicieron sentir como una delincuente»
«No imaginaba que, sin haberlo tenido, llegaría a echarlo tanto de menos». Laura (nombre de ficticio) es una mujer de treinta y pocos años que, el marzo pasado, viajó a Bruselas para abortar en el Hospital Público Universitario. Laura estuvo acompañada en todo momento por Pablo (nombre ficticio), su pareja. Interrumpir el embarazo fue una de las decisiones más difíciles de la vida de ambos porque, insisten, querían tener al bebé. Pero, pasada la semana 22, los médicos vieron que algo no iba bien en el feto. Y, poco después, llegó el diagnóstico: una malformación grave y de pronóstico incierto.
Quienes van al extranjero a interrumpir su embarazo son mujeres que se sienten abandonadas y desamparadas, a quienes la ley no protege. Mujeres que prefieren no mostrar su rostro ni decir, por ejemplo, en qué ciudad viven, por miedo a ser juzgadas, señaladas o rechazadas. Y que, con frecuencia, necesitan terapia para superar el trauma. «Alguien que aborta pasada la semana 22 es alguien que quiere a ese bebé.
Te vas al extranjero a hacer algo que nunca habrías querido», relata Laura, con la voz entrecortada. El diagnóstico les llegó cuando no lo esperaban. El ginecólogo que los trató en un hospital catalán les dijo que podían ir a abortar a Bruselas o Francia, pero no les dio más información.
«Cuando empiezas a buscar el teléfono del hospital, te sien
«Alguien que aborta pasada la semana 22 es alguien que quiere a ese bebé»
tes como una delincuente», relata Laura, que desde entonces está en terapia psicológica. Allí, con el mismo diagnóstico, no tuvieron «ningún problema para abortar». «Si la gente se piensa que es como ir a que te quiten un lunar, pues no», añade, agradecida a todo el cuerpo médico que la atendió en Bruselas.