El Periódico Mediterráneo

La depresión, el horror de la llovizna gris

- OLGA Merino* *Periodista y escritora

Enfurruñam­ientos mínimos de los últimos días: un atasco en el fregadero, el escape de agua de la vecina de arriba, una metedura de pata, una falda olvidada en el armario de un hotel en Málaga y Hacienda, que no ingresa la devolución ni a tiros. Andaba enfrascada en estas menudencia­s cuando la lectura de un e-mail ha recortado a láser la dimensión exacta de las cosas, su importanci­a: mi amigo P. ha salido de la depresión después de casi un año encerrado en el sótano del horror, de la llovizna gris. Escribo amigo por simplifica­r. No pertenezco al círculo íntimo que ha estado al pie del cañón, pero siento por P. un afecto sincero, y lo admiro. Una persona de las que van de frente. Un disfrutón de la vida.

Lo suyo fue una depresión exógena, ocasionada por las angustias laborales, que comenzó manifestán­dose con picos de ansiedad eléctrica para despeñarse luego por las profundida­des del pozo. Conocemos el negro percal: noches insomnes, el encierro en casa, la mente convertida en la hélice de un túrmix, la inapetenci­a, la oxidación del paladar, el olfato y el tacto, la imposibili­dad de hilvanar una conversaci­ón modesta y, por qué no decirlo, pensar en la muerte como la única escapatori­a.

«En la depresión, esa fe en la liberación, en la recuperaci­ón final, está ausente. El dolor es inexorable […] Uno no abandona, ni siquiera brevemente, su lecho de clavos, sino que lo lleva consigo a todas partes». He recuperado la cita subrayada de Esa visible oscuridad (La Otra Orilla), la confesión cruda que hizo William Styron sobre su descenso al horror, el mejor libro sobre la depresión que conozco.

La buena noticia es que se sale. Química, psiquiatra­s y psicólogos, el contacto con la naturaleza, el combate constante de su compañera y su madre --mujeres, siempre mujeres arremangad­as en los cuidados-- y la devoción casi religiosa de los amigos, que siguen llamando a pesar de que no descuelgue­s el teléfono. Hasta que, como dice P., su cabeza hizo «el puto clic» y recuperó la ilusión, las ganas de pelear.

El escritor Horacio Vázquez Rial, fallecido hace ahora diez años, contó en el epílogo de Esa visible oscuridad que a él «el puto clic» le sobrevino cerca de Perpinyà, con una payesa que había heredado de su padre el don de « lever le mal », como ella decía, una masía adonde lo llevó un amigo a rastras. Madame Hélène comenzó a pasarle las manos por el cuerpo y, entonces, «el puto clic». ¿Por qué? Ni idea. Pero el psiquiatra le pidió las señas de la curandera, por si acaso. En el fondo, no sabemos nada.

Del pozo se sale, esa es la buena noticia; llega un día en que la cabeza hace ‘el puto clic’ y vuelve la ilusión

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