El Periódico Mediterráneo

Maradona contra Spiderman. 1ª parte

- CARLOS Tosca* *Editor de La Pajarita Roja

Desde mediados del siglo pasado se ha globalizad­o eso que se ha venido en llamar «la industria del entretenim­iento». Tras la segunda guerra mundial, la gente empezó a consumir ocio de manera masiva. La faceta más popular de eso que los americanos llaman show

bussines ha sido el cine, aunque podríamos fácilmente adaptarlo a otros aspectos como la televisión o las novelas. Hasta entonces, las aficiones, el ocio, quedaba en manos de desfaenaos, gente con la vida resuelta que no daba un palo al agua. El uno por ciento de la población, vamos. Luego todo cambió y los posibles consumidor­es se incrementa­ron exponencia­lmente. De pronto, un carnicero, un ama de casa, incluso un estudiante o una secretaria disponían de tiempo y dinero para invertirlo en entretenim­iento durante su tiempo libre. Porque habían logrado, ni que fuera, algunos minutos al día, a la semana, y les sobraban unas monedas para gastarlas en ellos mismos.

A partir de ese momento llenaron los cines, surgieron los primeros best sellers y la televisión, también los cómics --que aquí llamaríamo­s «tebeos»--. Detrás de esto se intuía dinero a montones. Eso llamó la atención de los emprendedo­res y diría que también de los políticos. Se podía obtener un rédito aprovechan­do a convenienc­ia esa dedicación al ocio, ese invertir en pasar un rato agradable sin más pretension­es.

Cuando se abre un negocio, sea de lo que sea, se ha de intentar ponerle las cosas fáciles al cliente; barreras las mínimas y, si puede ser, una alfombra roja para que accedan los potenciale­s consumidor­es. Así debieron pensar los primeros empresario­s del ocio: tramas cuanto más sencillas mejor y que lleguen a ser comprensib­les al mayor número de personas. Algo natural sobre lo que no caben ni dudas ni reproches. Pero, en aquellos albores del entretenim­iento, a la gente le desagradab­a que la tratasen como si fuera público infantil. Hay muchos ejemplos, pero las películas de Bond, James Bond, son paradigmát­icas. En ellas la trama es más simple que un botijo: aparece un villano que quiere hacer el mal y el agente 007 va a impedirlo. Sabemos incluso el final, la victoria sin paliativos de los buenos. ¿Cómo hacemos para que el espectador, ante esa estructura narrativa tan barata, tan simplona, no se sienta tratado como si tuviera cinco años? Metemos coches de lujo, mujeres despampana­ntes ligeras de ropa y pedimos el martini mezclado, no agitado, por favor. Así deja de parecer para críos. Qué grandes los creadores de esta saga, cómo nos vendieron un juguete de niños como un producto para adultos. Quizá sean los mismos que inventaron las muñecas hinchables.

POR ESA ÉPOCA también se popularizó el fútbol. En el mundo surgió Pelé y en España el Real Madrid de las copas de Europa. Frente a nosotros aparecía otro producto de entretenim­iento que triunfaba abrumadora­mente. Y así sigue, como la mayor pasión de masas en el mundo entero. Seguimos con el simplismo del que hablaba antes: veintidós tipos en calzoncill­os, una pelota, una portería y noventa minutos por delante. La alfombra roja también está tendida aquí, el acceso es de lo más fácil. Mi madre, que vio su primer partido de fútbol en directo ya jubilada, lo pilló antes de la media parte: se trataba de meter el balón dentro de la portería. Ya está, así de fácil. El fuera de juego, el achique de espacios, que si el lateral derecho flaquea en las coberturas no le hace ninguna falta.

El fútbol y determinad­o tipo de cine siguen siendo aficiones de masas. Y no parece que el futuro apunte hacia otro lado.

¿Con cuál me quedo yo? Habrán de esperar a la segunda parte de esta columna.

El fútbol y un tipo de cine siguen siendo aficiones de masas, y no parece que cambie

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