El Periódico Mediterráneo

Chuta más fuerte

- ENRIQUE Ballester

Aveces las cosas no son lo que parecen. Teo y yo estábamos en la plaza de las Escuelas Pías, esperando a que su hermana saliera del conservato­rio. Teo llevaba una pelota de plástico reciclado --porque está recibiendo una excelente educación interdisci­plinar-- y se puso a chutar contra la pared más cercana. La pared más cercana era la pared de una iglesia, en el único espacio despejado de la plaza. Yo estaba cansado como siempre, cansado porque sí, cansado de vivir, así que me senté en la escalinata para vigilar al pequeño Teo, que cruzaba voleones con el entusiasmo que solo un niño de seis años puede mostrar al volear una pelota.

La escena me hacía feliz, pero pronto me di cuenta de que estábamos bordeando un delito variado. Primero por jugar con una pelota en una plaza --aunque vi que había desapareci­do el cartel de Prohibido jugar a la pelota que tanto odiaba--, y segundo porque la insistenci­a de la zurda de Teo, con sus veinte chuts por minuto sobre los muros centenario­s de la iglesia, se podría considerar un atentado al patrimonio en toda regla.

Estaba a punto de decirle que parara, no fuera a ser que alguien se enfadara, cuando vi que se me acercaba una señora mayor. Lógicament­e temí lo peor, porque como padre siempre pienso que me van a reñir, y además no podía interpreta­r la expresión de su cara porque yo no llevaba las gafas.

La señora se me plantó enfrente y me preguntó si ese psicópata de la pelota era mi hijo --sin decir lo de psicópata-- y yo asentí poco

convencido, por si acaso, pensando ya en la justificac­ión ante la bronca, pero a veces las cosas no son lo que parecen. «Es igual que mi hijo cuando era pequeño», me dijo, y yo ‘ah, jeje’. La señora se giró hacia Teo y se marchó al grito de ¡Chuta más fuerte!», dejándome ahí en la escalinata, esperando y aún cansado de vivir, pero ahora orgullosís­imo de mi ciudad, de mi país y de mi especie.

Hay gente que va y gente que espera. La señora es de las que va y yo soy de los que espera. Se me da bien esperar. No me molesta.

Un porqué

A veces las cosas no son lo que parecen, pero siempre tienen un porqué. ¿Por qué siempre desconfío de los árbitros y de la tecnología en el fútbol? ¿Cuándo nació ese trauma? Quizá la otra noche hallara por fin la respuesta. Estaba hablando con mi amigo Machicado y la conversaci­ón derivó hacia uno de mis primeros recuerdos del Mundial: un partido de Italia ‘90 entre Rumanía y la Unión Soviética. Lo recuerdo porque mi padre me había castigado sin verlo porque en lugar de comer había estado jugando parti

ditos de fútbol con trocitos de pescado sobre la mesa, pero al rato le debí de dar tanta pena que me dejó ver la segunda parte, porque imaginad qué pena daría yo, infinita: un niño entonces de seis años que lloraba en su habitación de Castellón por no ver un Rumanía-Unión Soviética.

¿Por qué siempre desconfío

de los árbitros y la tecnología en el fútbol? Quizá la otra noche hallara por fin la respuesta

El caso es que busqué el resumen en Youtube y me topé con una doble epifanía: un escándalo de penalti que no era (los árbitros entraron así en mi cabeza) y unas repeticion­es simuladas con computador­a (una supuesta modernez que no aportaba nada). Lo vi y lo pensé, ya está: quizá lo mío de ahora venga todo de allí, de ese trauma, porque las cosas siempre tienen un porqué, lo sean o lo parezcan.

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