De influencers y otras cosas
De vez en cuando recuerdo noticias que no por cotidianas y carentes de interés para el lector (¿qué lector/a?), creo yo, incitan a la sana reflexión. Así, hace unos días, se hablaba del costo de una noche de hotel, solo dormir, que había pagado una influencer. O una vivienda de más de dos millones de euros que otra influencer había abonado por su compra y por la exhibición de sus instalaciones en la pantalla como prueba del poder de ostentación.
He tenido que recurrir a la RAE para cerciorarme correctamente de lo que significa eso de influencer, cuyo resultado ofrezco al lector despistado como yo: «persona activa en redes sociales que, por su estilo de vida, valores o creencias, tiene un peso directo en un cierto número de seguidores y usuarios». Pero, ¿son todos iguales? No, hay clases: influencers, entre 10.000 y 100.000 seguidores; macroinfuencers, entre 100.000 y 500.000 seguidores; megainfluencers, entre 500.000 y 1.500.000 seguidores; famosos, más de 1.500.000 seguidores. Ya en la Biblia se habla de esta misma acepción, aunque no con esa precisión, claro.
La gama incita, de nuevo, a una reflexión más pausada. No es broma lo que una masa así puede decidir. Para el (o la) influencer se trata de una ostentación en la que se hace gala de riqueza, boato, arrogancia, vanidad, altanería… todo ello con actitudes de superioridad. Es la elevación a la máxima potencia del ego (no confundir con el superego freudiano, por favor, nada que ver, por supuesto). No obstante, hay que decir que el fenómeno tiende a ascender y cada día son más los que engrosan el listado. En definitiva, creemos, subyace un problema ético en la apreciación global.
¿Cómo puede hablarse de cuestiones así cuando realmente el mundo en que vivimos adolece flagrantemente de lo contrario? En un mundo en el que el índice de pobreza alcanza cifras astronómicas, ¿cómo pueden contraponerse cifras realmente escandalosas? Estamos degradando la cuestión ética con esta visión tan ostentosa y, además, creciente. En lugar de exaltar los evidentes valores de solidaridad, austeridad y otros, estamos promocionando exageraciones absolutamente contrarias a la ética, especialmente.
Hace falta un giro copernicano en este sentido y educar en la austeridad frente a la ostentación manifiesta y publicitaria de que se hace gala. ¿Han pensado qué pensaría ese tercer mundo si pudiera pensar en esas cifras escandalosas? Seamos serios y no ensalcemos la arrogancia, ni la vanidad. No seamos cómplices.