¿Unirnos en nuestras diferencias?
La multiculturalidad es un hecho hoy imprescindible para entender la realidad ética y política. Si bien este fenómeno social ha acompañado a la humanidad a lo largo de toda su historia en forma de intercambios lingüístico, gastronómico, religioso, ideológico, etc., la forma de afrontar sus retos no ha sido nunca unánime. En un mundo cada vez más pluralista y diverso en cosmovisiones, ¿cómo se puede asegurar una convivencia lo más pacífica posible? La respuesta a esta pregunta no ha parado de variar en diferentes épocas y contextos: algunas veces se ha optado por la unificación (muchas veces forzosa) de distintas cosmovisiones bajo una única, y otras veces los seres humanos también hemos sido testigos de una indiferencia con respecto a las diferencias, lo cual nos ha llevado al relativismo donde, al final, todo vale, y no vale nada. Como herederos de la Ilustración, los países occidentales suelen reconocer y respetar la diversidad de opiniones y moralidades. Sin embargo, esto no es ninguna solución definitiva frente a los choques que ineludiblemente se dan durante la interacción de dos moralidades, culturas y cosmovisiones diferentes. ¿Consiste en una quimera el empeño de unirnos en nuestras diferencias? Pongamos como ejemplo la situación de los turco-alemanes, los cuales durante los años 60 llegaron al país germano como trabajadores invitados, tal como muchos españoles de aquella época. Después de cuatro generaciones, los choques de culturas/ cosmovisiones siguen sin cesar, aunque tampoco habría que desmoralizarnos por la existencia de dichos choques, los cuales son el subproducto natural y esperable de una convivencia plural. Lo importante es posibilitar un medio sano y justo para esos conflictos hasta que se conviertan en el intercambio de razones antes que de bofetadas.
Si bien soy harto suspicaz ante soluciones absolutas, sí creo que existe una base común que puede sostener y, sobre todo, apoyar una pluralidad inconmensurable de culturas y moralidades. Dicha base común consiste en el procedimentalismo frente al esencialismo moral a la hora de hacer políticas multiculturales. ¿A qué me refiero? Los lectores de, entre otros, Kant, Rawls y Habermas ya sobreentenderán mis intenciones a la hora de escribir estas líneas. Dependiendo de nuestras vivencias, época y relaciones es más que normal tener una concepción del bien determinada y, muchas veces, justificable desde su propio contexto. Lo que no excluye el hecho de que otras personas, y otras culturas, también tengan, por los mismos motivos, la suya propia. Todos tenemos un acceso privilegiado a la realidad desde nuestro ángulo. Ahora bien, puesto que no vivimos (ni podemos vivir, como nos lo han enseñado las guerras y la pandemia) como un archipiélago de islotes separados sin interacción alguna, lo más razonable política y éticamente sería construir nuestra convivencia basada no en la concepción del bien de una u otra parte, sino antes un concepto de justicia que sí que pueda permitir una interacción pacífica y razonable entre diferentes culturas y cosmovisiones. Es lo que denomina Habermas la acción comunicativa, que defiende una comunicación democrática entre las partes para garantizar un intercambio justo y respetuoso, tengan la cosmovisión que tengan. No puedo explayarme en este espacio sobre el significado de la justicia ni en los rasgos de los dialogantes ni la envergadura de este procedimentalismo. Pero baste por ahora hacer entrever la posibilidad de una convivencia pluralista, diversa y respetuosa. A través de la democracia.