Yo, el dictador
Dos semanas antes de cumplir nueve años, mi hija al fin me dijo «Eres un dictador». Me sorprendió, no me extrañó. Acababa de pedirle, que apagase la tele, hiciese los deberes, ordenase la habitación y, al acabar, se metiese en la ducha. Cómo discutirle una parte de razón. No se puede ser un padre tan coñazo. En esa colección de primeras veces en que deviene la vida un tiempo, la primera vez que un hijo te llama «dictador» te recuerda que algunas cosas no cambiarán nunca; solo varía la hora a la que llegan. Escuchar «dictador» en semejantes circunstancias careció de la menor importancia. En realidad, fue gracioso ver cómo a los nueve años la exageración se erige ya en herramienta para gestionar la existencia. Pero más chistoso resultó advertir hasta qué punto aquella escena privada se acompasaba con la escena pública, en la que nos hemos acostumbrado a decir «dictadura» . Dictadura todo el tiempo. Dictadura, los otros. Produce un bienestar especial lanzar la palabra contra alguien. Si algo nos hastía, o nos amarga, o nos irrita, o nos contradice, es dictadura, claramente. Todo conduce a enunciar esta palabra que, por la fuerza del uso sin sentido, ya no se sabe bien hasta dónde alcanza, ni siquiera si sus implicaciones serían preocupantes. Metafóricamente, puede ser dictadura un semáforo, un teléfono, Instagram, el euríbor, el despertador, el Real Madrid o que gobiernen los otros y no tú, que eres más guapo, más rico, más listo, menos dictador. Como resultado, el concepto «dictadura» se quedó en muletilla, en hablar por hablar. Estamos rodeados de dictaduras de divertidos colores, lo que incluye la dictadura de decir «dictadura», y la de no llamar dictadura a la que lo fue de verdad.