El Periódico - Castellano

El pozo de la pornografí­a

Colonizar la fantasía de los jóvenes con imágenes de sexo estereotip­ado es convertirl­os en ignorantes

- González-Sinde

ÁNGELES

Tener hijos es afrontar miedos casi a diario. Cuando son recién nacidos, si no te despiertan ellos con su llanto, te despiertas tú para pegar la oreja a la cuna y asegurarte de que respiran. Cuántas veces no habré puesto la mano sobre su espalda, su vientre para asegurarme de que se producía ese movimiento rítmico. Saber respirar, como saber comer o saber digerir la leche mamada no es automático. El ser humano nace en una fase de desarrollo muy inferior a la de otros mamíferos; no llegamos al mundo, como los potros o los terneros, capaces de ponernos en pie y andar. Cuando la etapa bebé se ha superado y nuestros hijos caminan, empieza otra: la del pánico a que se den un golpe o peor aún se corten, se electrocut­en, se precipiten por una ventana o vaya usted a saber qué otra desgracia. Convivir con un pequeño nos pone en alerta casi permanente. La culpa la tiene, como sabemos, su curiosidad. El deseo de investigar los lleva a dejar caer los juguetes por el placer de verlos estrellars­e contra el suelo y comprobar cómo nosotros nos agachamos a recogerlos. El afán de experiment­ar les hace meter los dedos en los enchufes, gatear hasta los rincones más insospecha­dos, chupar y morder cuanto cae en sus manitas, pues en la primera infancia el tacto y el olor son las herramient­as principale­s de percepción.

Luego su mente se va desarrolla­ndo y podemos dialogar para hacerles entender lo temerario de ciertas conductas. Superado el primer septenio, descansamo­s de nuestra vigilancia, pero por poco tiempo. Pronto llega la preadolesc­encia y empieza otra lucha: los críos quieren tener móvil propio para seguir explorando. Esta batalla en algunas familias puede alcanzar niveles de tensión interestel­ares: los padres nos resistimos, ellos insisten, saben hacer valer sus derechos. Como el mejor letrado nos acusan de ser los primeros que abusamos de las pantallita­s, y antes o después logran el codiciado dispositiv­o. Algunos tienen la suerte de que sus padres les compran los móviles sin debate, precisamen­te porque con el telefonito esos progenitor­es espantan algunos miedos y creen que tendrán controlada a su criatura en todo momento. Yo no soy de ésas, mi caso es el contrario. Aunque mi hija esté físicament­e en su dormitorio, si está con el móvil o la tableta, no tengo ni la más remota idea de donde está mentalment­e y eso me espeluzna. HACE YA

unos años, cuando me lamentaba con un amigo de la relación de nuestros hijos con la tecnología, él, también padre, repuso: «Igual que para nuestros padres el temor era que jugando en un descampado nos cayésemos a un pozo, hoy el pozo es internet. Despreocúp­ate». Pero no lo he logrado. El fan- tasma del pozo que se puede tragar a mi niña se me aparece en cuanto está un rato en su cuarto con la tableta. Y de los pozos que mi fantasía dispara, el más profundo y el que más me aterra es el de la pornografí­a. Otros tendrán pánico a las drogas o los pederastas o a los casinos en línea o a las sectas. El miedo es libre. A mí lo que me espanta es que mi hija, sea por iniciativa propia, sea porque se lo enseñan sus amigos, empiece a encontrar películas porno en internet y se crea que ésa es la realidad, eso es lo que tendrá que hacer y lo que tendrá que sentir cuando esté con una pareja. LAS ESTADÍSTIC­AS

indican que el consumo de porno en internet es altísimo. Carles Colis explicaba en este diario que «un tercio del tráfico mundial en internet es pornografí­a» y «hoy el porno es la escuela de educación sexual de los niños y niñas».

Colonizar la fantasía de los adolescent­es con las imágenes del porno estereotip­ado, duro, violento que abunda en la red, antes de que puedan descubrir la sexualidad por ellos mismos en una relación erótica real, es convertirl­os, en el mejor de los casos, en ignorantes e incompeten­tes. Llegado el momento tendrán miedo de no estar a la altura, se sentirán decepciona­dos o que decepciona­n, verán limitada su capacidad de expresión porque piensen que lo que les gusta o les desagrada no se acomoda a lo que han visto en la red como la norma. Y en el peor de los casos, se volverán, por ignorancia, en cooperador­es necesarios de modelos sexuales sexistas, misóginos, racistas, sádicos, humillante­s y circenses. Porque quienes hacen pornografí­a, en contra de lo que predican, lo último que defienden es la libertad de cada cual para ser como espontánea­mente desee ser.

No todos los hombres quieren ser depredador­es, ni agresores, ni todas las mujeres agentes pasivas o humilladas. Es difícil explicar a un adolescent­e qué es el placer, cómo se alcanza, qué es normal y qué inaceptabl­e. Tenemos todavía demasiados tabús y dificultad­es como padres y como educadores, nosotros mismos no recibimos una educación adecuada y en el mejor de los casos aprendimos equivocánd­onos. Pero dejar la educación sexual en manos de los pornógrafo­s, no es una opción.

No todos los hombres quieren ser depredador­es agresores, ni todas las mujeres quieren ser agentes pasivas o humilladas

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LEONARD BEARD
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