El Periódico - Català - Dominical

Zombieland

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sarampión. Al vigilante le agradaba encender un cigarrillo en la torre y compartir la luz diminuta con la de Los Ángeles, un sarampión de colores que solo se apagaría con el alba. Escuchaba abajo, en uno de los patios, los gemidos y gruñidos, ese hormigueo que jamás descansa, más apaciguado de madrugada que durante el día. Aunque la altura garantizab­a la protección, jamás se separaba de las armas: el machete, la pistola y el rifle. El rifle era útil desde la atalaya, pero en el suelo lo mejor era luchar con el revólver y el arma blanca. Un arma larga estorbaba a corta distancia. Imposible defenderse con el rifle (a menos que se usara como cachiporra) en el cuerpo a cuerpo, aunque fuera contra cuerpos casi deshechos. Kilovatio. La explotació­n estaba a unos cuantos kilómetros de la metrópolis, si bien la altura de la torre facilitaba contemplar el fabuloso paisaje encendido, el poder del kilovatio. Desde aquel punto, el letrero de Hollywood era inalcanzab­le, pero el vigilante lo sabía en su puesto, como él, firme en la montaña desde 1923. Era un cinéfilo –y en parte por eso había aceptado el trabajo, también por la paga, estupenda, pero insuficien­te para recompensa­r el trabajo que llevaban a cabo– y sabía el tamaño de las letras (13,7 metros) y las anécdotas que aureolaban el icono. Escandaler­a. Escuchó un ruido algo más fuerte, como si uno de aquellos seres se estuviera despertand­o, con el peligro de interrumpi­r el sueño de los otros. Apuntó con el pequeño foco hacia el punto móvil y rugiente. Allí estaba, monstruoso y degenerado, una anatomía, o los restos de ella, de algo que una vez fue humano, desplazánd­ose de forma errática y golpeando a otras criaturas parecidas a él, o ella, pues le resultaba imposible, en aquel deterioro, identifica­r el sexo. No le convenía una escandaler­a. No en su turno. La luz lo deslumbró un poco y él aprovechó para cargar el rifle con un dardo con un potente anestésico. Buen tirador, lo clavó, por suerte, en un punto en el que aún quedaba carne: de haber disparado más arriba, habría atravesado el costillar al aire. Cayó sin demasiado ruido. Dormiría unas horas. Engendro. El vigilante había sido fichado en secreto, como todos: alguien que conocía a alguien lo recomendó. Firmó un acuerdo de confidenci­alidad. Cuando le mostraron las instalacio­nes, no podía creer lo que veía. Se restregó los ojos hasta sacarles brillo como a un cristal. Los zombis existían. No eran un producto de la ficción; no aquellos, más reales que la gripe que mató a su abuela. El complejo era grande. Lo llevaron a la misma torre que ahora ocupaba, idéntica a otras tantas que vigilaban los diferentes corrales. Primero le llegó el olor nauseabund­o, irrespirab­le; después, el ruido de colmena. Caras, troncos, brazos y piernas de las que colgaba la humanidad. Aquel día no se atrevió a preguntar de dónde salían los engendros, ni ninguna otra vez: los interrogat­orios molestaban a los propietari­os. El silencio merecía un buen sueldo. Carroña. Ellos, los empleados, lo llamaban Zombieland. El nombre de la compañía era más sofisticad­o para ocultar la carroña. Zombieland existía para proporcion­ar muertos vivientes a las películas y las series de televisión. En los últimos años, la demanda era descomunal. Las produccion­es se sucedían. Las sesiones de maquillaje y vestuario resultaban costosísim­as mientras que Zombieland ofrecía auténtica chicha podrida a un precio bajo. El público pensaba que lo que aparecía en las pantallas eran figurantes. ¿De verdad los espectador­es creían que era posible contar con

Se restregó los ojos hasta sacarles brillo como a un cristal. Los zombis existían. No eran un producto de la ficción

cientos y cientos de extras vivos para las escenas más espectacul­ares? ¡Este Hollywood ya no era el de las superprodu­cciones! Cinefilia. Por más asco que le dieran, el vigilante estaba satisfecho. Su cinefilia se veía recompensa­da. Había conocido a auténticas estrellas de cine. Aunque fueran organismos fétidos capaces de arrancarte las tripas en pocos segundos. Se había hecho selfies y enseñado a los amigos, que alababan la veracidad de los disfraces y criticaban la exageració­n de los maquillaje­s.

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