Jesús Cano nos habla de las casas de Donald Judd en Nueva York y de la de Carlo Mollino en Turín.
Ydespertar con Carlo. ¿Por qué hay que decantarse por uno? Me niego a elegir. Es al atardecer cuando las luces en rojo y azul de la escultura de Dan Flavin tiñen misteriosamente el dormitorio de Donald Judd. Estamos en el 101 de Spring Street. En medio de ese gran centro comercial en que se ha convertido el Soho neoyorquino. Imaginen el espacio de casi 200 metros cuadrados, de techos altos que no disimulan su pasado industrial. En el centro hay una cama -más japonesa que monacal- y poco más. Un par de obras de otros colegas - Oldenburg, Lucas Samaras y Stephen Flavin- y un banco antiguo de respaldo alto. Tanta abstracción no disimula sus ansias de simplicidad. Podría ser un fracaso pero es sublime.
A6.000 kilómetros, en Turín, los primeros rayos de sol empiezan a desvelar el misterio. Intuyes las paredes revestidas de papel de piel de leopardo, la cama Imperio en forma de barca, la colección de mariposas de colores vivos, la alfombra azul agua, fotografías de mujeres ligeras de ropa… Es el atractivo de lo irracional. Este primer piso de una mansión del XIX, a la orilla de río Po, es una oda al horrorvacui. Y como el espacio desnudo anterior, también sublime. La firma Carlo Mollino. Y lo curioso es que no pasó una sola noche en ella. Incluso era un secreto para sus amigos. Judd es uno de los artistas más influyentes de las últimas décadas que se recreó creando mobiliario. Mollino es uno de los diseñadores y arquitectos más influyentes de mitad del siglo XX. Jugó con éxito a ser artista retratando obsesivamente a féminas desnudas en Polaroid. Mollino y Judd nunca se conocieron. Nunca coincidieron. Pero ambos crearon dos casas con alma. El primero compró el edificio del Soho en 1968 para vivir -mejor, acamparcon su familia. El orden era prusiano. La quinta planta para dormir, la cuarta como salón para recibir, la tercera estaba reservada como estudio, la segunda es el lugar de la cocina y el comedor y la primera -y planta calle- se convirtieron en galería. Hay máscaras africanas en la escalera, obras de arte de sus amigos en todos los pisos, algún mueble firmado por Rietveld, Aalto, Thonet o construidos por sí mismo. El gran protagonista, sin embargo, es el espacio vacío.
No hay lugar, en cambio, para lo despejado en Turín. Paredes recubiertas de espejos -para introducir el exterior en el interior- compiten con otras empapeladas con la fotografía de un grabado ampliado, escayolas y chimeneas inspiradas en Luis XVI. Nada es arbitrario, cada habitación tiene su propia narrativa. Mollino era un admirador del arquitecto Kha -quien pasó el tiempo libre que le dejaban los faraones construyendo su propia tumba-, y el turinés decidió seguir su ejemplo. Construyó este apartamento como carta de presentación para la otra vida. Judd y Mollino construyeron su vida doméstica como una obra de arte. Sus casas son un manifiesto. Una lección magistral de cómo ser fieles a su lenguaje propio. En Nueva York y Turín cada pieza -se intuye- pasó un duro examen para entrar en la narración y en el preciso momento en que te las encuentras, nunca más podrás imaginar ese rincón de otra forma. Cada decisión -no sabemos si tras una larga deliberación o un simple gesto- ayuda a comprender el trabajo, el mundo de ambos.
Los dos buscaban la simplicidad a su manera. Judd, que odiaba el término minimalismo, prefería hablar de “expresión simple del pensamiento complejo”, y el italiano, aun renegando del racionalismo de la época, definía su trabajo como “surrealismo simplificado”. Eso sí, el primero prefería la línea recta del Movimiento Moderno y el segundo las curvas del Art Nouveau. El italiano murió inesperadamente de un ataque al corazón en 1973. ¿El escenario? El antiguo estudio de su padre. Tenía 68 años. 11 años después Judd tampoco tuvo mucho tiempo para despedirse. Lo que empezó siendo diagnosticado como una infección estomacal, en tres meses, se convirtió en cáncer mortal. Judd no creía en la vida futura, pero sí en su arte y legado. El 101 de Spring Street nos llega intacto gracias a la generosidad de sus hijos, Flavin y Rainer, que lo protegen a través de una fundación. Y Mollino, junto a Ra y Osiris, contempla cómo un padre y un hijo -Fulvio y Napoleone Ferrari-, mantienen con vida su casa de la via Napione. Pero estas son una otras historias, otra columna.