Jesús Cano habla del noble oficio de vender arte.
Soledad, Juana, Elvira, Oliva, Helga, Nieves... acapararon titulares y fueron escaparate de un oficio: galerista. En España, tratar con lienzos, bronces e instalaciones, en los últimos años, es un relato en femenino. Hubo –hay– varones en la profesión: Fernando, Guillermo, Leandro, Joan, Moisés..., pero ellos juegan a la discreción. Es una dedicación, me atrevo a decir, vocacional y desconocida.
El Séptimo Arte no ayuda a definir el oficio. De quienes las han interpretado recordamos sus contoneos ( Kim Basinger en “9 semanas y media”) o sus looks (Amy Adams en “Animales nocturnos”). Tampoco la literatura colabora. Patricia Highsmith, en la “La máscara de Ripley”, pone a Tom Ripley a vender cuadros mientras ella se entretiene asesinando.
Los galeristas han sido el pie de página en la historia de arte. Pero llegaron los Kahnweiler, Matisse ( hijo de Henri) o Castelli, y eso cambió. No se podría entender el arte contemporáneo sin ellos. Incluso Peggy Guggenheim fue galerista antes que nombre de museo. Todos ellos tienen biografías publicadas. Fascinantes. Colecciónelas. Si se dan un atracón y se lanzan a su lectura descubrirán al “Papa” del arte moderno, D.H. Kahnweiler, que apostó por el Cubismo, pero que en la década de los veinte rechazó fichar a Joan Miró por el escaso interés de su pintura. Sin duda, el error de juicio más importante de toda su carrera. Leo Castelli era un seductor y un dandy. Sabía poco de arte –dicen– pero en sus inauguraciones las copas siempre estaban llenas. Abrió su primera galería en 1957 –cuando tenía 49 años– en el cuarto de estar de su casa. Eso sí, estaba en un “townhouse” del Upper East Side neoyorquino. Jasperjohns, Frank Stella y Roy Lichtenstein se estrenaron en su espacio. Mostró los primeros trabajos de Cy Twombly, Andy Warhol, Donald Judd, Christo y Richard Serra, entre otros. A todos les creó un discurso vinculándolos con los maestros antiguos del pasado. “Él construyó su mito”, escribe su biógrafa Annie Cohen- Solal, “vendió su mito, y son escasos y raros los que no compraron su mito”.
Vender, lo que se dice vender, no era lo suyo. Más bien, su oficio –como buena rica heredera– era acumular cuadros para su propia colección. Peggy Guggenheim en los años cuarenta abría en Nueva York “The Art of This Century Gallery”, antes había perdido dinero, con entusiasmo, en una aventura parecida en Londres. Su local de la calle 57 estaba divido en salas temáticas. Por aquí el Cubismo, por allá el Surrealismo. Cuando conoció a Jackson Pollock no sabía dónde colocarle y se preguntó: “Eso no es una pintura ¿o sí?”. Pero le dio un estipendio mensual que le aseguró una estabilidad financiera y le expuso.
Lejos de Manhattan, donde reinan actualmente Gagosian, Zwirner o Hauser & Wirth, la actividad del galerista español tiene menos brillo y menos ceros en la cuenta de resultados. Aquí todo es más doméstico. En Nueva York, una joven pareja sale el sábado de compras. Uno de los dos compra un bolso de Prada, el otro un dibujo. Ambos pueden costar por encima de 6.000€ y ambos lo hacen sin pestañear. Por aquí, cuando un coleccionista medio gasta esa cifra es una adquisición meditada, no compulsiva. “Al artista hay que darlo a conocer, con el público en general, con el especializado, y también hay que crear canales de comunicación con críticos y comisarios; es un trabajo integral. No solo vendemos las obras, nos ocupamos del desarrollo del artista”, quien habla y define su trabajo, es Joaquín García. Es galerista de la última generación “made in Spain”, un “raro”, dicen. Historiador del arte, estuvo involucrado en Doméstico –uno de los proyectos guadiana que más dinamizaron la escena artística madrileña a principios de siglo–. Aprendió el oficio siendo la mano derecha de la galerista Helga de Alvear. En 2012 abrió García Galería. Han pasado cinco años. Su programación es sólida. Tiene artistas que dibujarán el futuro de las próximas décadas pero reconoce que este oficio va a tener que cambiar. Aunque, de momento, seguirá apostando por dar a conocer la obra de artistas con voz propia como David Bestué, a quien organizó su primera individual en Madrid en 2015 y que el año pasado terminó exponiendo en el Museo Reina Sofía.