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Las vivencias gourmet de Ana Escobar.
Me encanta el queso. Todos: los frescos, los más curados, los azules, los superfuertes, los que huelen que echan para atrás. La afición empezó en casa –como suele pasar con esto del comer–, cuando mi madre preparaba aquellas mesas bufé en las que no faltaba una rosca entera de un brie casi adictivo. Después, al comienzo de mi vida laboral, tuve la suerte de conocer a Marta Aranzadi, nutricionista y –ahora me doy cuenta– visionaria. Montó una empresa llamada Diet Catering para dar servicio a quienes llegaban a su consulta en busca de consejo sobre qué comer en caso de restricciones médicas. Ella preparaba sabrosas recetas, como unas vistosísimas ensaladas con verduras crudas (coliflor, calabacín) cortadas muy chiquititas y que aportaban una increíble textura. Marta fue la primera persona que me invitó a cenar en su casa un menú consistente en quesos variados, acompa–ados de uvas blancas y negras y de un fresquísimo cava. Queso y burbujas: un excelente dúo del que me enamoré ese día y del que sigo siendo buena amiga.
En Madrid, cuando quiero caer en la tentación, me acerco a Bon Fromage (en el Mercado de Chamartín), Poncelet (en la calle de Argensola) o Qava (en Doctor Castelo). Admito que antes lo hacía con un poquito –no hay que exagerar– de cargo de conciencia, por eso de que el queso engorda. Entonces conocí a Ana González Pinos, del equipo del Máster de Nutrición y Dietética Culinaria en Gastronomía de la Universidad Complutense, quien me dijo que el queso engorda –como casi todo– si te pones morado y abusas todos los días. Que lo recomendable en una dieta saludable son 50 gramos al día. ¡Bingo! Más animada, quise conocer sus favoritos. Curiosamente, el primero que nombró fue uno de Gran Canaria, el flor de Guía, compacto y pastoso. No lo conocía, ahora está en mi top. Luego nombró el comté, francés y de vaca, de pasta dura y, para algunos, entre los mejores del mundo. Mientras se me hacía la boca agua, Ana nombró un queso fresco gallego, el de O Cebreiro, y de allí saltó a León, a los Picos de Europa, con el azul de Valdeón. Y seguimos y seguimos, porque este mundo es tan infinito como sorprendente.
Uno de mis últimos descubrimientos ha sido la quesería El Gran Cardenal, en Medina del Campo. Una empresa familiar de la que se ocupan ahora los hijos, los hermanos Martín Osona. Elaboran una gran variedad de referencias, todas ellas con leche fresca de proximidad recogida a diario. Pero la que me tiene loca y os recomiendo probar es la de trufa, que recientemente ha ganado una medalla Super Gold en los World Cheese Awards. Atentos, que lleva trufa natural, no aceites ni nada de eso. Se nota, claro. Además, los encuentras en grandes superficies, lo que resulta muy práctico.
Volviendo a lo de las burbujas, que tan bien limpian el paladar y tan bien combinan, os cuento que las cervezas artesanales cumplen la misma función, por aquello de las levaduras. Ocurre lo mismo con los vinos de Jerez, que van de maravilla. Y, por norma –y aunque a alguno le suene raro–, mejor los blancos que los tintos. Aunque para gustos, los colores. ¡Ay, qué hambre! ¿Cómo era?... ¿Cincuenta gramos?
Pssst: el queso favorito de Adrián de Marcos, del restaurante cartagenero Magoga, es el bleu de Severac, del sur de Francia –el bisabuelo del Roquefort, dicen–. Por su parte, Abel Valverde, del madrile–o Santceloni, se declara amante de los de pasta blanda y corteza lavada, «apestosos y potentes», entre los que destaca uno propio: L’esprit (de leche cruda de oveja castellana al aguardiente de sidra), que elaboran mano a mano y en exclusiva con la quesería Granja Cantagrullas, en Valladolid.
PARA ACOMPAÑAR QUESO, NADA COMO EL CAVA O LA CERVEZA ARTESANAL. ¿VINO? MEJOR SI ELIGES UN BLANCO