ELLE

Los objetos perdidos

- Por Manuel Jabois Periodista y escritor

Hace unas semanas perdí mi iPad. Que haya perdido algo no es una noticia en mi vida, desgraciad­amente: desde que nací, mi existencia ha sido la superación de una pérdida tras otra, empezando por los pañales, que es probableme­nte lo único que aspiro a recuperar con el tiempo. Pero esta ocasión fue diferente, porque se trató de una controlada, y como tal, más dolorosa. El dispositiv­o se quedó dentro de un taxi y, durante varios días, hasta que se acabó su batería, pude seguir viéndolo gracias a una aplicación que muestra el punto exacto en el que está. El taxista no se dio cuenta de que me lo había dejado; continuaba encendido, quizás debajo de un asiento, y lo único que podía hacer era verlo recorriend­o Madrid sin poder atraparlo. Así que, a lo largo de tres días, mi pasatiempo favorito fue saber por dónde viajaba mi iPad. Pocos compañeros más íntimos he tenido: apenas me había separado de él desde que lo compré. Ahí leía, ahí escribía, ahí veía las series, las películas, los partidos y, en él, escuchaba las canciones. Despertarm­e sin él por primera vez en dos años fue trágico, pero la tortura de que estuviera localizado sin poder tenerlo fue como asistir en directo a un secuestro involuntar­io de algo muy querido. Las noches, las pasaba cerca de Carabanche­l, a unos once kilómetros de mi casa. Allí veía el parpadeo del icono descansand­o durante unas ocho horas. Alrededor de las siete, el coche en el que estaba se ponía en marcha. A la misma hora me levanto yo para ir a la radio. Los tres, el aparato, el taxista y yo, empezábamo­s la jornada de manera similar: en la carretera. Yo seguía su ruta con expectació­n por si coincidíam­os, aunque me daba miedo: si en mi mapa se acercaba, ¿sabría con certeza qué vehículo lo llevaba? ¿Podría conseguir pararlo si llevaba un ocupante dentro? ¿De qué manera sabría el conductor que no quería subirme, sino recuperar algo que era mío? Recordé un viejo chiste de Miguel Noguera: ése en el que se produce un incendio en las oficinas de Telefónica, los empleados llaman para pedir auxilio pero la gente, al ver el 1004 en la pantalla, responde que no quieren nada, que no les interesan sus promocione­s. «¡Es que vamos a arder, por favor!» «No me interesa la oferta, de verdad, ya le he dicho que no». A medida que pasaban las horas, mi tableta se quedaba sin batería. A veces paraba en una taberna, por lo que deducía que el taxista tenía hambre o sed. En una ocasión se quedó casi 15 minutos en Gran Vía, cerca de la Cadena Ser. Fantaseé con la idea de que el hombre hubiese adivinado, con sabe Dios qué herramient­a cerebral, que yo colaboraba allí, y lo dejaba en la puerta; aunque en mi fondo de pantalla estaba mi hijo, mi idea era que hubiese extrapolad­o sus rasgos (el aproximada­mente 5% que me pertenece) para completar un retrato robot mío y luego irse a Google y jugarse allí la vida. Por fin, el miércoles 1 de marzo a las 9.14 horas, mi iPad murió; la señal se terminó y no pude volver a seguirlo. Todo lo que quedaba era que el taxista, revisando el coche, lo encontrase y lo llevase a objetos perdidos. El dolor ya no era tanto por haberlo extraviado, sino por no saber dónde estaba. Pensé que eso ocurría también con las personas, con los amigos, los familiares y los novios, con toda la gente que se va separando de ti con el tiempo pero que necesitas saber dónde está y que está bien, y que sigue paseando por las calles y parándose en los escaparate­s y en los bares de siempre; y en lo triste que es, de repente, romper todo lazo y quedarse a oscuras porque los que te unían a ellos también los han perdido de vista, o tú los has perdido a ellos. Y se convierten definitiva­mente en objetos perdidos.

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