Buena Onda
AAndo haciendo la maleta para irme a México y me siento indecisa. Ante la duda, paro, dejo montones de trastos, ropa y zapatos por las esquinas y me marcho a la playa dispuesta a darme el último baño del verano. Meto deprisa en la cesta de mimbre unos cuantos dominicales atrasados; estaré sólo un rato, no es momento para cargar con novelones. «Ikigai, el secreto japonés para una vida más larga, más saludable y más feliz», leo en un artículo sobre tendencias mientras me seco después de salir del agua. Según los japoneses, todos tenemos un ikigai, un motivo para estar en el mundo; encontrarlo es clave para conseguir la más óptima experiencia. «Vale –pienso sin demasiado convencimiento–. A ver si me entero de cómo se busca esa cosa y proyecto mi existencia un poco mejor». Tras mi segundo chapuzón, abro otra revista y encuentro un texto que vuelve a unir un palabro desconocido con una filosofía de vida ajena. Lagom. Un concepto sueco –medida justa, significa– que ya está desplazando a la penúltima tendencia, el hygge danés. «Lagom», repito con los ojos cerrados. Un sol que ya casi no quema me acaricia la cara y el dominical atrasado se me escurre de los dedos y cae sobre la arena. Lagom. Igual debo también tenerlo en cuenta.
Vuelvo a casa, a enfrentarme una vez más a la maleta; vuelo mañana, no puede esperar. Y, según voy decidiendo finalmente qué meto y qué dejo fuera, por las tripas empieza a recorrerme un gusanillo al saber que la Ciudad de México me espera en breve. Antes DF, ahora CDMX, la tercera aglomeración urbana del mundo me enamoró hace casi 20 años y, desde entonces, no deja de fascinarme: ruidosa, exuberante, vibrante, colorida, destartalada, magnética. Brindaré con mis amigos y tomaré tequila con sangrita, compraré fundas para cojines llenas de pájaros y flores, patearé de nuevo por las antiguas calles del Centro Histórico, como lo hizo Mauro Larrea, el atractivo protagonista de mi última novela; pediré jugo verde y chilaquiles en los desayunos, caminaré sin ninguna prisa por las colonias Roma y Condesa, entraré a saludar a los dependientes que venden mis trabajos en todas las librerías que me salgan al paso; en Gandhi, en El Péndulo, en el Fondo de Cultura Económica, en Porrúa. Y también buscaré novedades de Jorge Zepeda y Benito Taibo, de Paco Martín Moreno, Elena Poniatowska y Ángeles Mastretta. Me perderé por cualquiera de sus magníficos museos –el legendario Nacional de Antropología, el Soumaya, que recoge parte de la colección privada del multimillonario Carlos Slim; el Jumex, especializado en arte contemporáneo, o la entrañable Casa Azul de Frida Kahlo, en Coyoacán–. Me sentiré transportada a otro tiempo comiendo pollo con mole poblano en la Hacienda de los Morales o en San Ángel Inn, subiré al castillo de Chapultepec para contemplar la ciudad desde lo alto y añoraré no poder dormir cada noche en un hotel boutique distinto: el Habita o Las Alcobas, en Polanco; el Room Mate Valentina, en la Zona Rosa, o el moderno Downtown del palacio de los Condes de Miravalle, ese soberbio edificio colonial rehabilitado que también aloja el precioso restaurante Azul Histórico y un puñado de tiendas artesanales y de diseño. Busco a Chavela Vargas en Spotify mientras cierro la cremallera de mi maleta y, cuando empieza a sonar su voz rajada para cantar El último trago, me acuerdo de pronto de los artículos que he leído en la playa. ¿Cómo se llamaba ese infalible concepto japonés? ¿Y cuál era el nuevo secreto de los suecos para lograr la felicidad? Ni me acuerdo ni me importa. Voy a arrancar el curso en México, buena onda; poca falta van a hacerme allá esas extrañas filosofías.