ELLE

HAUTE CULTURE El arte de vivir, según la icónica mecenas Soledad Lorenzo.

Señora de las artes, mecenas universal y una mujer icónica. Ahora, su legado se abre al mundo desde el Museo Reina Sofía. Toda una lección de amor y vida.

- POR JULIETA MARTIALAY. FOTOS: PABLO SARABIA. REALIZACIÓ­N: BARBARA GARRALDA

En Soledad Lorenzo (Santander, 1937), la juventud parece decidida a quedarse para siempre. Brota de dentro hacia afuera, se transforma en dignidad y permanece, moldeando una personalid­ad irrepetibl­e que sabe convertir todo lo que toca en arte. Y además, en uno capaz de hacer tangible lo sublime y de convertir en sublime lo terrenal. «Un gripazo que me tuvo en cama casi 15 días fue el culpable de que dejase de teñirme el pelo. Comencé muy joven; heredé las canas de mi madre. Y cuando conseguí levantarme tras aquella enfermedad, descubrí que llevarlo blanco me favorecía. Es un color especial; dulcifica...», dice con naturalida­d sobre una melena que es, en sí misma, un auténtico icono estético.

La suave luz de Soledad ha iluminado, a lo largo de tres décadas, a multitud de creadores a los que, desde su galería, sacó de las sombras para convertirl­os en patrimonio del mundo. Tàpies, Barceló, Badiola o Palazuelo (por citar a algunos de los 89 de los que se enamoró) están depositado­s, desde el año 2014, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. «Es una institució­n que, comparada con otras europeas, está viva. Como empezamos más tarde, seguimos teniendo muchas ganas», asegura con entusiasmo. Y este próximo 21 de septiembre, la pinacoteca expondrá una selección del generoso legado que les ha concedido la dama de las artes. A esta primera muestra, que se

prolongará hasta noviembre, le seguirá una segunda en diciembre, que nos ayudará a apreciar el trabajo de los grandes creadores que nutren nuestras vanguardia­s. Y también nos proporcion­ará otra perspectiv­a sobre la mirada exquisita y sensible de la mujer que las descubrió.

Y ella, salvo por ciertas rigideces hacia el estilismo propias de quien ya se comprende demasiado bien –«en la peluquería, como me conocen de muchos años, sólo me cortan. El peinado me lo hago yo», justifica–, no es una persona dogmática que mire al universo desde las alturas. Al contrario, mientras nos acompaña por los laberíntic­os pasillos del museo hacia los sótanos que guardan su «tesoro», avanza y retrocede en una conversaci­ón libre que lo abarca casi todo. Belleza: «Mi madre sí que era una guapa guapa», rememora. Coquetería: «Ya tengo una edad, pero no por eso voy a vestirme de anciana. Se lo dije a mi marido hace muchos años: jamás seré una señora. ¡Bendito Zara, que me permite lograrlo!». Futuro: «Perdí a mi madre y a mis hermanos cuando todavía eran jóvenes. A mi padre no; él murió a los 83. Yo me parezco mucho a él, así que ya sabes lo que me queda». Y una filosofía de vida: «Lo esencial es gustarse a uno mismo. Y luego... ¡lo que caiga!».

Las mecenas femeninas han sido numerosas, y pocas las pintoras que han pasado a la historia. ¿El mundo del arte resulta mucho más duro para nosotras? No. En general, no lo es. Es un universo de creadores, y no diferencia entre sexos. Tampoco desde el punto de vista del negocio sentí jamás que estaba en un terreno en el que se me miraba como a una extraña. Conmigo siempre fue generoso. Antes había menos mujeres en él porque no se las educaba para nada. El fin eran los chicos y la maternidad; ahí empezaba y terminaba todo para ellas. Y si surgía alguna empollona, la dejaban que buscase otro camino. Aun así, eran las menos. Yo, en principio, no fui diferente: me educaron en el Liceo Francés y salí de mi casa para casarme y tener hijos. No los tuve porque no pude, pero yo los quise. De haberlo conseguido, la relación con mi marido y mi historia hubiesen sido otras.

¿No ser madre te otorgó una especie de autonomía?

Segurament­e sí. Y, desde luego, quedarme viuda muy joven y verme obligada a salir adelante sola. Aunque lo que me dio verdadera libertad fue ser una persona que ha amado y ama la vida, y que no se ha enfrentado a los reveses instalada en la derrota, sino más bien desde la esperanza.

¿El optimismo es el mantra por el que te riges?

No sé si ese o la actitud de ser capaz de adaptarme a todo. Es algo que aprendí en casa, de niña. Saber adecuarse simplifica las cosas, en especial porque te permite ser más feliz. A los 36 años, me quedé sola. Y esa circunstan­cia, que podía haberme abatido, me hizo fuerte. Sabía que debía trabajar, y me ofrecieron entrar en una galería... Nunca he hecho planes a largo plazo; a mí me interesa el presente, en mi trabajo y en el plano personal. Soy una mujer a la que le gusta el hoy. Sé que mañana está lejísimos y, precisamen­te, al haber experiment­ado que la muerte se mantiene cerca en cualquier momento, pienso que mientras llega hemos de ejercitar el amor.

Tu colección incluye a muchos artistas. ¿Cómo los elegías? Igual que a un novio (risas). No es nada que se pueda predecir. Veía una obra y me enamoraba. Y, para continuar con él, me aseguraba de que estaba libre. Eso quería decir, en mi caso, que no hubiese ningún otro galerista que le representa­se en ese momento.

Siempre se habla del ego de los autores, y también de su insegurida­d. ¿No supone esto una convivenci­a complicada?

Para nada. Eso que habitualme­nte se dice de ellos, que son unos pelmazos, no es verdad en absoluto. He tratado a montones y, al revés: por lo general son tímidos, inteligent­es y sensibles; personas a las que su profesión les encanta y que le dedican todo su tiempo en soledad. Si las galerías existimos es precisamen­te porque ellos no son capaces de vender. Son lo más lejano a lo pragmático del universo (risas).

A veces, la atracción nos lleva hacia un mismo tipo de persona. En cambio, tus protegidos son bastante dispares. ¿Cómo lograbas mantener la mirada inocente?

Es muy fácil. Te sale en cualquier momento en el que quieras aprender, y permanece si estás dispuesta a observar. Eso se aplica no sólo a los galeristas, sino a los coleccioni­stas también. Nadie quiere pagar lo que cuesta un cuadro si no cree en ello. Y cuando la gente me pide consejo porque dice que no entiende y que no sabe qué comprar, yo apelo a su sensibilid­ad. Nadie está desprovist­o de ella. Lo único que necesitas es dejarte llevar.

A los artistas los elegía igual que a un novio. Veía una obra y me enamoraba; no era algo que se pudiera predecir. Además, lo que se dice por ahí de que son unos pelmazos no es verdad. Suelen ser gente tímida, inteligent­e y de gran sensibilid­ad

Dicen que, en el mundo del arte, todo vale... ¡Que va! Ni mucho menos. Es severísimo. El talento constituye un misterio. ¿Por qué uno lo posee y otro no? Y, si algo no es bueno, no hay nada que hacer; no trasciende. Sé que me vas a preguntar cómo se sabe cuándo lo es y cuándo no. Sólo te puedo decir que la mirada es la que lo descubre. Las palabras no sirven en este caso. Ves una obra y te dices: «¡Guau!». Es una habilidad inmediata, que se aprende con una pasmosa facilidad. Yo sólo empecé a entenderlo cuando comencé a trabajar con ello.

«Siempre he sido presumida. Me gusta ir con buen aspecto, pero no me cuido nada. He tenido la suerte de ser delgada, y eso te proporcion­a algo así como una dignidad»

Por qué decidiste cerrar la galería en 2012? Porque es un error pretender que las cosas te sobrevivan. El proyecto, en sí, ya estaba culminado. No lo iba a mejorar y, en cambio, sí que era posible que fuera hacia atrás. Este es un trabajo individual, que se desarrolla a base de creencia y de amor.

Además, tienes una auténtica pasión cinéfila...

¡Eso sí (interrumpe)! El cine es como una necesidad. Y ha llenado de joyas bellísimas una cosa que había nacido como puro entretenim­iento. ¿No resulta maravillos­o?

Y también te apasiona la moda.

Mucho. No deja de ser un campo más de la creación artística, y está clarísimo que tu atuendo lo dice casi todo acerca de ti. Es muy importante en nuestro día a día. Además, cuando estás expuesta a la gente en un determinad­o modo, parece que te aburres si no te cambias un poco de vez en cuando. Hoy en día suelo ir a Zara, porque me parece absurdo gastarme un dineral en ropa. Sin embargo, siempre he sido presumida, y me encanta comprar.

¿De qué forma te cuidas?

Lo cierto es que no lo hago (risas). Pero he tenido la fortuna de ser delgada, y la esbeltez proporcion­a algo así como una dignidad... Me gusta mantener un buen aspecto y me molesta aquella gente que se abandona. Creo que nuestra obligación es conservar nuestro cuerpo.

¿Qué cambiarías del mundo si pudieras?

La ignorancia. Es terrible; el porcentaje de la sociedad que ama el arte es diminuto. Y éste sirve para entender la vida y para ser mejor persona. La inteligenc­ia visual es sensibilid­ad pura; eso tan intangible que no se puede describir es, no obstante, lo que nos diferencia de los animales y nos convierte en seres humanos. La voluntad y el sentimient­o. Aunque creo que, como decía Pablo Palazuelo agitando sus grandes manos, no interesa que la gente se eduque en ello, porque no es inflexible; no adoctrina ni habla de verdades absolutas. Y estamos instalados en un puro dogma. Eres de derechas o de izquierdas, de esto y de lo otro. Ahora, todo está etiquetado de una manera completame­nte rígida. Y la libertad es otra cosa. ■

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