Estas son las vivencias de la escritora.
Acaba de inaugurarse en Madrid una exposición preciosa, Sorolla y la moda. Mano a mano entre el Thyssen Bornemisza y el Museo Sorolla, la muestra presenta una selección de retratos y piezas de vestuario que reflejan la pasión del pintor por el estilo femenino de su tiempo. Fascinado por la belleza, la elegancia y la sofisticación mundana, atento siempre a las últimas novedades y sin necesidad de bloggers ni influencers que lo iluminaran, Joaquín Sorolla fue un apasionado observador y analista de aquello que percibía en sus viajes. A veces en salones y eventos privados y a veces en plena calle, intuitivamente se convirtió en algo que por entonces aún no tenía nombre: un cazador de tendencias.
En el ámbito familiar, él mismo asesoraba a su esposa, Clotilde, y a sus hijas; a menudo incluso les encargaba personalmente ropa en las más prestigiosas maisons de couture durante sus estancias en París o esbozaba fugaz, sobre cualquier superficie –un papel, un menú, una servilleta–, los vestidos y sombreros lucidos por señoras anónimas que llamaban su atención en los cafés o los restaurantes, para que después ellas pudieran hacérselos en Madrid, en los talleres de sus modistas de confianza. Tal sensibilidad se plasmó en su pintura de una forma única: a la manera de los grandes fotógrafos de moda contemporáneos, usaba sus conocimientos y su soberbio buen gusto para realzar el atractivo femenino de las mujeres que posaban frente a su caballete, con los estilismos, las posturas e incluso el atrezo idóneos. De hecho, además de su magnífica técnica, una de las claves de que resultara tan cotizado entre la alta burguesía norteamericana y europea radicó en esa deslumbrante capacidad para embellecer con sus pinceles los rostros y los cuerpos que retrataba.
Las cerca de 70 pinturas que componen la exposición ofrecen un amplio registro de modelos, tejidos, texturas, cromatismos, complementos y siluetas y, en paralelo, nos llevan a un paseo de tres décadas –la última del XIX y las dos iniciales del XX– fundamentales en el mundo de la moda. En ellas emergieron los primeros grandes diseñadores que firmaron sus creaciones (Worth, Lanvin, Poiret), nacieron prendas míticas, como el Delphos, de Fortuny –el mismo que plagió con descaro mi protagonista en El tiempo entre costuras–; arrancó el desarrollo ya imparable de la industria textil y llegaron aquellos benditos cambios que liberaron a las mujeres de excesos y mortificaciones: el polisón, las capas superpuestas de enaguas, los peinados exageradamente elaborados, los corsés...
Casi un siglo después de la muerte del artista valenciano, sigue habiendo hombres que aconsejan a sus parejas a la hora de vestirse o comprar ropa: se trata de fashionistas en grado variable, de varones con estilo y criterio que captan al vuelo lo mismo aciertos que errores. A veces van con ellas de tiendas; en ocasiones, sin estar ellas delante, llegan a elegirles prendas. Y lo hacen con un tino excelente. La moneda tiene también otra cara, no obstante. Existen tipos insufribles que acompañan a sus chicas o a sus rotundas señoras a renovar sus armarios y que, sin tener la menor idea, opinan, sentencian y a menudo hasta deciden: los veo sobre todo en los probadores de grandes almacenes, y reconozco que me ponen bastante de los nervios. Y que ellas les hagan caso y asientan ciegamente a sus arbitrarios consejos me saca de quicio más todavía. Pero no son estos últimos los que me interesan. Mi lanza en esta columna quiero partirla a favor de los primeros: esos hombres estupendos, con buen gusto y buen ojo, como el gran Sorolla. Los que casi siempre aciertan.