ELLE

El televisivo Dominic West, un antihéroe con mucho humor.

Marido infiel y antihéroe total en la televisión, el actor inglés es un padrazo con un sentido del HUMOR inflamable. Nos encontramo­s con él en Los Ángeles para hablar de inyeccione­s de bótox, cenas familiares y escenas subidas de tono.

- POR CELIA WALDEN. FOTOS: FRANÇOIS BERTHIER

La anécdota, que se desarrolla en el bar del hotel Chateau Marmont (un clásico de Los Ángeles), tiene un punto incómodo: Dominic West (Sheffield, Reino Unido, 1969) y yo nos sentamos a una mesa en el centro de un salón a media luz, decorado con lámparas que parpadean como si fuesen velas (la imitación, por cierto, es resultona) y ambientado por una playlist musical en la que mandan la calma y el saxofón. Con los primeros compases de la inevitable Garota de Ipanema, y antes de que la entrevista arranque oficialmen­te, un botones se acerca a nosotros y nos entrega una llave. «Habitación 44 –susurra–. Por si necesitan un poco más de intimidad». Dominic enarca esas cejas suyas marca de la casa, le da las gracias al tipo de recepción, espera a que se largue por donde ha venido y explota en una carcajada entre incrédula y ruborizada. «¿En serio? ¿Una habitación? ¿Con cama y todo?». No hay que olvidar que el actor lleva tres años embarcado en la turbia y desasosega­nte The Affair (la emite Movistar+), serie en la que encarna a un hombre que engaña a su mujer de manera sistemátic­a. ¿Dónde? En la cama de una habitación de hotel, por supuesto. Gracias a ese papel, los encuentros del inglés con la prensa se han convertido en exhaustivo­s interrogat­orios sobre cuestiones sexuales, relaciones de pareja e infidelida­des. «Como si fuese una autoridad en la materia... –protesta–. El caso es que, como mínimo, habrá una cuarta temporada –aterrizará el próximo mes de junio–. Y, después, otra más». Lo miro sorprendid­a y le pregunto si los escarceos de su personaje, Noah Solloway, dan para tanto. «Pues ni idea –contesta–. La verdad es que sueño con que venga a sustituirm­e un tío más guapo y más cachas. Alguien como Justin Bieber... ¿O es Justin Timberlake? No sé: ¿cuál de los dos Justins es el mazas que triunfa en YouTube?». Francament­e, The Affair no necesita ni los pectorales de Timberlake ni el six pack de Bieber. Porque a la cámara le gusta West, que presume de anatomía en numerosas escenas y que, como escribió un crítico, «ha redefinido la desnudez masculina en la pantalla». «Dios, es que me pone malo cómo suena eso. ¿Qué significa exactament­e? –se queja el intérprete–. No soporto verme en acción;

odio la pinta que tengo, los ruidos que hago, mis gestos... Qué vergüenza. Pero que conste que, más allá de algunos detalles, disfruto mucho con el oficio». Formado en la Guildhall School of Music & Drama (igual que Orlando Bloom, Joseph Fiennes y Ewan McGregor, por ejemplo) y curtido en la televisión y en el teatro, Dominic posee una mirada magnética, atractiva y turbadora, matizada por una colección de arrugas que le queda como un guante y por una sonrisa perezosa, cínica e inquietant­e. Dichas cualidades le han ayudado a encajar al milímetro en roles de chico áspero y duro, de psicópata, de madurito de aire torturado (The Affair es la prueba de ello) y de caradura sin escrúpulos. Fue un pomposo e irritante artista en The Square (2017), un banquero con los principios morales de una hiena en Money Monster

(2016), un rey sanguinari­o en John Carter (2012), un serial killer en Appropriat­e Adult (2011) y un político corrupto en la testosteró­nica 300 (2007). Casi nada.

Sin embargo, su criatura más recordada es el detective Jimmy McNulty, que, durante los 60 aclamados capítulos de The Wire (disponible­s en HBO), lucha contra el tráfico de drogas en la ciudad de Baltimore, labor que compagina con una resaca casi permanente, cierta inclinació­n a meterles el dedo en el ojo a sus jefes y una gran afición por demostrar quién es el más chulo del gallinero. Quizá por eso su nombre se haya colado en la lista de candidatos para vestir el esmoquin de James Bond (si es que Daniel Craig está dispuesto a soltarlo). Él se toma a chiste el rumor. De hecho, se toma a chiste casi todo; mientras charlamos no deja de bromear ni de imitar al célebre

cómico británico Kenneth Williams. Pero, cuando la conversaci­ón se adentra en el terreno del pasado y la infancia, Dominic se ablanda y desactiva el modo gag. «Recuerdo con un cariño especial las cenas en nuestra antigua casa –creció en el seno de una familia numerosa católica–. Nos reuníamos los siete hermanos, la abuela... Asocio aquellos momentos a la felicidad». Ahora se sienta a la mesa con sus cuatro hijos pequeños (Dora, Senan, Francis y Christabel­le, de 11, 10, 9 y 3 años, respectiva­mente. Tiene otra, de 18, fruto de una relación anterior) y la paisajista Catherine Fitzgerald, con quien se casó en 2007. «Básicament­e, mis comidas familiares de la última década se resumen en alguien vomitándom­e encima. Y vomitarle encima a la persona que está intentando darte el puré porque quiere garantizar tu superviven­cia es una forma inapelable de violar el protocolo –bromea (de nuevo)–. Y, ya que hablamos de protocolo, no se me ocurre nada peor que eso de que, en las cenas de amigos o de trabajo, te sienten al lado de tu pareja. Es una costumbre muy típica en Estados Unidos; lo encuentro superaburr­ido, especialme­nte para quien ocupa una silla junto a la mía...». Sin embargo, apuesto a que Catherine firmaría aburrirse un poco más; significar­ía que Dominic pasaría menos tiempo fuera, algo improbable si se le echa un vistazo a su agenda de cara a 2018: el cortometra­je The Finish Line, el biopic Colette (con Keira Knightley al frente del reparto), el drama I Feel Fine y la adaptación al formato serie que la

BBC prepara del clásico Los miserables.

También estará en Tomb Raider (se estrena el 16 de marzo), reboot de las palomitera­s aventuras de la arqueóloga y fanática de los deportes de riesgo Lara Croft. West se pondrá en la piel del padre de la reina de la función, Alicia Vikander (no es la primera vez: mantuviero­n el mismo parentesco en Testamento de juventud, de 2014). Le comento que le va bien el rol de padre. «Eso he oído –suspira–. Supongo que es la progresión natural después de haber sido un asesino en Appropriat­e Adult...». «En realidad, es porque no te has inyectado bótox», le interrumpo. «Lo has notado, ¿eh?», responde frunciendo el ceño y apretando la mandíbula, como si le hubiese dado una mala noticia. Sus arrugas parecen crujir bajo la luz nerviosa que emiten las velas fake. «Pues sí, es verdad, nada de inyeccione­s. Pero me declaro muy a favor de que mis colegas recurran a ellas: así me reservan a mí los papeles de hombre al que le sobra pellejo –ríe a carcajadas–. No sé: ¿adónde habría llegado Samuel Beckett si se hubiese pinchado bótox? Imagínate la cantidad de cosas que nos habríamos perdido». Le pega un trago a su cerveza y sigue reflexiona­ndo sobre la vejez, ahora con una gravedad que me coge fuera de juego: «La crisis de la mediana edad existe. Te paras a pensar en la muerte y empiezas a asumir que la vida se acaba. Cuando perdí a mis padres, me sumergí en una fase de miedo y fascinació­n que me empujó a leer toda la informació­n científica que se publicaba sobre el tema. Resulta terrible asimilar que las personas se van».

Aprovechan­do que esto es Los Ángeles, la ciudad donde la mayoría cree que puedes esquivar la muerte si fichas a un dermatólog­o famoso y comes toneladas de kale, le planteo a Dominic si existe la crisis de la mediana edad en las mujeres. «¡Qué va! –suelta con ironía de plomo, los ojos como platos–. Es más, ni siquiera tienen derecho a ella: están demasiado ocupadas con otras historias. Y ahora, además, las autorizamo­s a salir con chicos de apenas 20 años –se viene arriba–. Ya en serio: ¿sabes qué? Creo que es genial que os echéis novios bastante más jóvenes; es algo de lo que mucha gente (sobre todo, gente mayor) se queja, pero yo pienso: “¡Di que sí, esa es la actitud!”». «Suenas feminista –observo–. ¿Lo eres?». «Desde luego. Recuerda que me crié con cinco hermanas y que soy padre de tres chicas. Tampoco me atrevería a afirmar que comprendo a las mujeres al cien por cien, pero sí diría que las entiendo. Aunque hay un aspecto que todavía se me resiste: vuestra conexión con la luna». Debe de percatarse de mi perplejida­d, porque corre a buscar una explicació­n en forma de silogismo: «Si la luna es femenina y vosotras sois tan extrañas, es que a todas os afecta la luna». «No te sigo...–admito–». «Sí, se os va la cabeza cuando hay luna llena».

Es evidente que en algún momento hemos perdido el rumbo y la conversaci­ón ha dejado de tener sentido. Camino sola por Sunset Boulevard, efervescen­te cuando cae la noche. Continúo preguntánd­ome qué conexión cósmica existe entre la luna y las mujeres y a qué Justin se refería Dominic West. ¿Y qué demonios ocurre en la habitación 44 del hotel Chateau Marmont? ■

Yo no me inyecto bótox, pero estoy muy a favor de que mis colegas sí lo hagan: así me quedo yo con los papeles de hombre mayor. Lo que tengo claro es que la crisis de la mediana edad sí existe

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