ELLE

Dentro del taller de Okuda, el creador español que arrasa.

Se inspira por encima de las nubes, se considera un renacentis­ta urbano, es admirador de El Bosco y medio mundo se rifa sus intervenci­ones caleidoscó­picas. Visitamos al ‘street ARTIST’ español del momento.

- POR CLAUDIA SÁIZ. FOTOS: PABLO SARABIA. REALIZACIÓ­N: SYLVIA MONTOLIÚ

Lo bueno del arte urbano es el lenguaje y el tipo de formato. La calle es muy poco elitista; no entiende de edades ni de religiones, ni siquiera de idiomas. La gente llega a emocionars­e y a comprender una obra pintada frente a una farola. Y esa es su caracterís­tica más paradójica: que, sin estar hecho para gustar, es accesible para todo el mundo». Óscar San Miguel (Santander, 1980), más conocido como Okuda, está en su taller madrileño, en la calle de Embajadore­s, agachado sobre un amasijo de cartones. Más de 200 botes de spray y toneladas de cintas de colores y rotuladore­s inundan el espacio. Cabezas de oso caleidoscó­picas en cartón, de su colaboraci­ón con la joyería Suarez, completan el escenario. Es un tipo eléctrico, con un discurso locuaz y peleón y que, a lo largo de la entrevista, se levantará 30 veces para repasar sus creaciones a medio terminar. Cuando, a finales de la década de los 90, sus obras comenzaron a aparecer en fábricas abandonada­s, gurús de medio mundo empezaron a fijarse en sus colosales intervenci­ones urbanas, con volúmenes y estallidos de color fuera de lo común. Su repercusió­n internacio­nal fue tal que las propuestas ahora le llegan desde los cinco continente­s. Lucen la marca Okuda una iglesia desacraliz­ada en Asturias, la fachada de un edificio en Kiev, vagones de tren en la ciudad india de Chennai, un castillo en el Loira y paredes de Chile, Australia y Hong Kong. Y este 2018 su ritmo continuará igual de trepidante: artista invitado en la feria Art Madrid –del 21 al 25 de febrero en la capital–, cuenta con varias muestras programada­s en Manila y México, ha levantado una escultura para las Fallas de Valencia y tiene en marcha un proyecto en Toronto, entre otras iniciativa­s. Un cántabro universal cuyo lenguaje del aerosol fluye a borbotones.

¿De dónde viene el nombre Okuda?

El término aparecía en los títulos de crédito de un videojuego japonés que tenían mis hermanos. Me llamó la atención y lo adopté por la similitud con mi nombre: Óscar.

¿Cómo eran tus primeros dibujos, en la década de los 90?

Al principio eran letras: primero NIK, luego OKUDANIK y después OKUDA. Eran composicio­nes que se alejaban del grafiti al uso. Las geometriza­ba y les imprimía volumen. Seguro que algún tren cayó bajo tus botes de spray... Empecé más por la parte ilegal, no lo voy a negar. A los 15 dejé de jugar al fútbol para irme con los amigos a fábricas abandonada­s a dotarlas de color. Recuerdo una en Cazoña, junto a la estación de Feve, y otra por La Marga. Mis padres tenían un restaurant­e en Gornazo (Cantabria) y pasaba demasiadas horas en la calle, así que fue un proceso natural. Pero para nada pensé que mi misión fuera vivir del arte.

¿Qué tal te iban las cosas en el colegio a los 15 años?

Bastante mal. En EGB solía arrastrar seis o siete asignatura­s. Luego repetí primero de BUP y pasé a tercero y cuarto de ESO. Aprobé y me fui al instituto Santa Clara, en Santander, donde me matriculé en el bachillera­to de artes. Fue en ese momento cuando encontré mi sitio.

¿Crees que tras el fracaso escolar a veces hay...?

(Me interrumpe). Hay un problema que tiene que ver con no saber escuchar las necesidade­s ni las inquietude­s del alumno. El sistema educativo no debería ser tan invasivo ni plantearse como una larga carrera de obstáculos: eso provoca un alto número de abandonos prematuros y que muchos jóvenes carguen con el sambenito de fracasado escolar.

Entonces, ¿dirías que el bachillera­to te redimió? El plan era «o estudio esto o no estudio nada». Y me enganché a las clases. Había una profesora de Historia del Arte excelente y notaba que, con ver sus diapositiv­as y escuchar sus explicacio­nes, aprobaba sin estudiar. De forma inconscien­te iba nutriéndom­e de conceptos que más tarde traduciría en mi lenguaje: figuras clásicas y mesopotámi­cas transforma­das en estructura­s geométrica­s y orgánicas y en estampados multicolor.

¿Qué es lo que te hace reconocibl­e?

La iconografí­a que manejo. Responde a dualidades: pinto animales y creo personas bajo un prisma cromático. Es una comunicaci­ón entre la naturaleza y el capitalism­o, entre el existencia­lismo y el idealismo. Se puede resumir como

un cóctel de mis obsesiones. Propuestas abiertas que invitan a la reflexión y, según tus vivencias, a tu propia lectura.

¿Esbozas tus trabajos?

Nunca lo hago. Llego al sitio, lo siento

y, directamen­te, me pongo a pintar. O sea que no compartes el famoso pánico del escritor al folio en blanco.

¡En absoluto! Los muros te hablan, cuentan su historia. Me motivan tanto que en una hora visualizo cómo será la obra. Piensa que yo me inspiro por encima de las nubes, cuando monto en avión, lejos de un mundo que me distrae. Así puedo buscar en mi interior.

Adiferenci­a de otros creadores, tú das prioridad al factor estético sobre el componente social. ¿Qué consideras primordial en el arte? Tiene que enamorarte. Después, emocionart­e. No es ecologismo, ni caridad ni ayuda humanitari­a. Sólo es arte: yo no puedo resolver lo que los políticos no solucionan. Usar la ciudad y el espacio público como galería ya es algo social. La base de mi disciplina es la protesta; además de decorativa, es una manera de expresión, opinión y compromiso. Y, por mucho concepto que haya detrás de un obra, si su recorrido visual empieza y acaba en un minuto, no me gusta.

¿Un ejemplo?

Banksy. Es un genio, pero su mensaje es cien por cien cerrado. La lectura visual de su obra la haces al instante.

¿Lo más importante es tener una identidad única?

Sí. Que veas una obra, sepas que es un Picasso y te deje pensativo varios días. Eso es lo complicado. Me parece fundamenta­l que busques tu camino sin etiquetas.

¿Sabes dónde desemboca ese trayecto del que hablas?

Debes estar siempre alerta. Esa es la condición del intelectua­l, de la persona que entiende que tiene que construir un universo y que ha de descubrir por qué sitio necesita empezar. El mundo está ahí para que lo utilices. Al artista le sobrevuela un mandato: «Cambia el mundo. Cámbialo como quieras, pero cámbialo». De regreso a Pablo Picasso, él lo sintetizab­a con otras palabras: «Yo no busco, encuentro». Encuentras. Eso es. Aunque ya sepas o intuyas lo que quieres en la vida, sigue alerta. ¿Buscamos la felicidad? No sé qué buscamos, pero sé que buscamos. El esfuerzo es sinónimo de inconformi­smo. No estamos contentos con nuestros logros.

Utilizar la ciudad y el espacio público como una galería ya es algo social de por sí. La base del arte urbano es la protesta. Además de decorativo, es una manera de expresión, opinión y compromiso

¿Qué papel cumples tú dentro del mundo que construyes?

El de un ilusionist­a que ofrece arte por los rincones del planeta. Muchas personas no entrarán nunca en un museo, así que las calles son el único espacio donde pueden disfrutarl­o. Algunos creadores utilizan la ciudad como lienzo; otros recurren a las paredes para expresar sus mensajes. Yo trato de hacer las dos cosas al mismo tiempo. Cuando te llaman firmas para colaborar con ellas, como Suarez o Adidas, ¿te dan absoluta libertad? ¡Aspiro a que sí! Porque, de lo contrario, no acepto el trabajo. Un proyecto conjunto no puede aniquilar el espíritu de mi trabajo.

De cara a este año has cerrado muestras individual­es en Manila, San Francisco... Parece que una exposición va en contra de la filosofía urbana de la que hablas. ¿Se os cuestiona a los street artists por ello? Jamás se le pregunta a un pintor por qué expone en una galería ni a un escritor por qué le vende sus derechos a una editorial. Para mí no supone contradicc­ión alguna. Siempre he trabajado en estudio y en la calle. Dentro hago lo que quiero y fuera tengo que permanecer en contacto con la comunidad. Se trata de su barrio, de su entorno, y me atengo a sus reglas.

Gracias a tu trabajo has conocido al marido de Alicia Keys, Swizz Beatz, uno de los mayores coleccioni­stas de hoy.

Es de los más potentes de América. Tuvo que tirar media casa para meter una de mis esculturas de diez metros.

Te has propuesto que los opuestos casen. Un ejemplo claro es la iglesia desacraliz­ada de Santa Bárbara, en Llanera (Asturias).

El espacio, que se concibió como lugar religioso, ahora es un templo para otra disciplina de practicant­es: los skaters. Los edificios se transforma­n con el paso del tiempo, y a esta iglesia, hecha en siete días con 500 botes de

spray, uno viene a deslizarse por las rampas.

¡Es una auténtica Capilla Sixtina del arte urbano!

Me siento como Miguel Ángel. Aunque para mí no hay artista como El Bosco. Siento una gran conexión con él; es el verdadero precursor del surrealism­o y su cuadro El jardín de las delicias es mi santuario. Ante él le rindo culto cada vez que voy al Prado.

 ??  ?? Arriba, Okuda, en su taller, rodeado de sus botes de ‘spray’. Abajo, parte de las oficinas de la plataforma cultural Ink and Movement (Madrid), a la que pertenece el cántabro, que potencia trabajos y proyectos de artistas urbanos.
Arriba, Okuda, en su taller, rodeado de sus botes de ‘spray’. Abajo, parte de las oficinas de la plataforma cultural Ink and Movement (Madrid), a la que pertenece el cántabro, que potencia trabajos y proyectos de artistas urbanos.
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