Dentro del taller de Okuda, el creador español que arrasa.
Se inspira por encima de las nubes, se considera un renacentista urbano, es admirador de El Bosco y medio mundo se rifa sus intervenciones caleidoscópicas. Visitamos al ‘street ARTIST’ español del momento.
Lo bueno del arte urbano es el lenguaje y el tipo de formato. La calle es muy poco elitista; no entiende de edades ni de religiones, ni siquiera de idiomas. La gente llega a emocionarse y a comprender una obra pintada frente a una farola. Y esa es su característica más paradójica: que, sin estar hecho para gustar, es accesible para todo el mundo». Óscar San Miguel (Santander, 1980), más conocido como Okuda, está en su taller madrileño, en la calle de Embajadores, agachado sobre un amasijo de cartones. Más de 200 botes de spray y toneladas de cintas de colores y rotuladores inundan el espacio. Cabezas de oso caleidoscópicas en cartón, de su colaboración con la joyería Suarez, completan el escenario. Es un tipo eléctrico, con un discurso locuaz y peleón y que, a lo largo de la entrevista, se levantará 30 veces para repasar sus creaciones a medio terminar. Cuando, a finales de la década de los 90, sus obras comenzaron a aparecer en fábricas abandonadas, gurús de medio mundo empezaron a fijarse en sus colosales intervenciones urbanas, con volúmenes y estallidos de color fuera de lo común. Su repercusión internacional fue tal que las propuestas ahora le llegan desde los cinco continentes. Lucen la marca Okuda una iglesia desacralizada en Asturias, la fachada de un edificio en Kiev, vagones de tren en la ciudad india de Chennai, un castillo en el Loira y paredes de Chile, Australia y Hong Kong. Y este 2018 su ritmo continuará igual de trepidante: artista invitado en la feria Art Madrid –del 21 al 25 de febrero en la capital–, cuenta con varias muestras programadas en Manila y México, ha levantado una escultura para las Fallas de Valencia y tiene en marcha un proyecto en Toronto, entre otras iniciativas. Un cántabro universal cuyo lenguaje del aerosol fluye a borbotones.
¿De dónde viene el nombre Okuda?
El término aparecía en los títulos de crédito de un videojuego japonés que tenían mis hermanos. Me llamó la atención y lo adopté por la similitud con mi nombre: Óscar.
¿Cómo eran tus primeros dibujos, en la década de los 90?
Al principio eran letras: primero NIK, luego OKUDANIK y después OKUDA. Eran composiciones que se alejaban del grafiti al uso. Las geometrizaba y les imprimía volumen. Seguro que algún tren cayó bajo tus botes de spray... Empecé más por la parte ilegal, no lo voy a negar. A los 15 dejé de jugar al fútbol para irme con los amigos a fábricas abandonadas a dotarlas de color. Recuerdo una en Cazoña, junto a la estación de Feve, y otra por La Marga. Mis padres tenían un restaurante en Gornazo (Cantabria) y pasaba demasiadas horas en la calle, así que fue un proceso natural. Pero para nada pensé que mi misión fuera vivir del arte.
¿Qué tal te iban las cosas en el colegio a los 15 años?
Bastante mal. En EGB solía arrastrar seis o siete asignaturas. Luego repetí primero de BUP y pasé a tercero y cuarto de ESO. Aprobé y me fui al instituto Santa Clara, en Santander, donde me matriculé en el bachillerato de artes. Fue en ese momento cuando encontré mi sitio.
¿Crees que tras el fracaso escolar a veces hay...?
(Me interrumpe). Hay un problema que tiene que ver con no saber escuchar las necesidades ni las inquietudes del alumno. El sistema educativo no debería ser tan invasivo ni plantearse como una larga carrera de obstáculos: eso provoca un alto número de abandonos prematuros y que muchos jóvenes carguen con el sambenito de fracasado escolar.
Entonces, ¿dirías que el bachillerato te redimió? El plan era «o estudio esto o no estudio nada». Y me enganché a las clases. Había una profesora de Historia del Arte excelente y notaba que, con ver sus diapositivas y escuchar sus explicaciones, aprobaba sin estudiar. De forma inconsciente iba nutriéndome de conceptos que más tarde traduciría en mi lenguaje: figuras clásicas y mesopotámicas transformadas en estructuras geométricas y orgánicas y en estampados multicolor.
¿Qué es lo que te hace reconocible?
La iconografía que manejo. Responde a dualidades: pinto animales y creo personas bajo un prisma cromático. Es una comunicación entre la naturaleza y el capitalismo, entre el existencialismo y el idealismo. Se puede resumir como
un cóctel de mis obsesiones. Propuestas abiertas que invitan a la reflexión y, según tus vivencias, a tu propia lectura.
¿Esbozas tus trabajos?
Nunca lo hago. Llego al sitio, lo siento
y, directamente, me pongo a pintar. O sea que no compartes el famoso pánico del escritor al folio en blanco.
¡En absoluto! Los muros te hablan, cuentan su historia. Me motivan tanto que en una hora visualizo cómo será la obra. Piensa que yo me inspiro por encima de las nubes, cuando monto en avión, lejos de un mundo que me distrae. Así puedo buscar en mi interior.
Adiferencia de otros creadores, tú das prioridad al factor estético sobre el componente social. ¿Qué consideras primordial en el arte? Tiene que enamorarte. Después, emocionarte. No es ecologismo, ni caridad ni ayuda humanitaria. Sólo es arte: yo no puedo resolver lo que los políticos no solucionan. Usar la ciudad y el espacio público como galería ya es algo social. La base de mi disciplina es la protesta; además de decorativa, es una manera de expresión, opinión y compromiso. Y, por mucho concepto que haya detrás de un obra, si su recorrido visual empieza y acaba en un minuto, no me gusta.
¿Un ejemplo?
Banksy. Es un genio, pero su mensaje es cien por cien cerrado. La lectura visual de su obra la haces al instante.
¿Lo más importante es tener una identidad única?
Sí. Que veas una obra, sepas que es un Picasso y te deje pensativo varios días. Eso es lo complicado. Me parece fundamental que busques tu camino sin etiquetas.
¿Sabes dónde desemboca ese trayecto del que hablas?
Debes estar siempre alerta. Esa es la condición del intelectual, de la persona que entiende que tiene que construir un universo y que ha de descubrir por qué sitio necesita empezar. El mundo está ahí para que lo utilices. Al artista le sobrevuela un mandato: «Cambia el mundo. Cámbialo como quieras, pero cámbialo». De regreso a Pablo Picasso, él lo sintetizaba con otras palabras: «Yo no busco, encuentro». Encuentras. Eso es. Aunque ya sepas o intuyas lo que quieres en la vida, sigue alerta. ¿Buscamos la felicidad? No sé qué buscamos, pero sé que buscamos. El esfuerzo es sinónimo de inconformismo. No estamos contentos con nuestros logros.
Utilizar la ciudad y el espacio público como una galería ya es algo social de por sí. La base del arte urbano es la protesta. Además de decorativo, es una manera de expresión, opinión y compromiso
¿Qué papel cumples tú dentro del mundo que construyes?
El de un ilusionista que ofrece arte por los rincones del planeta. Muchas personas no entrarán nunca en un museo, así que las calles son el único espacio donde pueden disfrutarlo. Algunos creadores utilizan la ciudad como lienzo; otros recurren a las paredes para expresar sus mensajes. Yo trato de hacer las dos cosas al mismo tiempo. Cuando te llaman firmas para colaborar con ellas, como Suarez o Adidas, ¿te dan absoluta libertad? ¡Aspiro a que sí! Porque, de lo contrario, no acepto el trabajo. Un proyecto conjunto no puede aniquilar el espíritu de mi trabajo.
De cara a este año has cerrado muestras individuales en Manila, San Francisco... Parece que una exposición va en contra de la filosofía urbana de la que hablas. ¿Se os cuestiona a los street artists por ello? Jamás se le pregunta a un pintor por qué expone en una galería ni a un escritor por qué le vende sus derechos a una editorial. Para mí no supone contradicción alguna. Siempre he trabajado en estudio y en la calle. Dentro hago lo que quiero y fuera tengo que permanecer en contacto con la comunidad. Se trata de su barrio, de su entorno, y me atengo a sus reglas.
Gracias a tu trabajo has conocido al marido de Alicia Keys, Swizz Beatz, uno de los mayores coleccionistas de hoy.
Es de los más potentes de América. Tuvo que tirar media casa para meter una de mis esculturas de diez metros.
Te has propuesto que los opuestos casen. Un ejemplo claro es la iglesia desacralizada de Santa Bárbara, en Llanera (Asturias).
El espacio, que se concibió como lugar religioso, ahora es un templo para otra disciplina de practicantes: los skaters. Los edificios se transforman con el paso del tiempo, y a esta iglesia, hecha en siete días con 500 botes de
spray, uno viene a deslizarse por las rampas.
¡Es una auténtica Capilla Sixtina del arte urbano!
Me siento como Miguel Ángel. Aunque para mí no hay artista como El Bosco. Siento una gran conexión con él; es el verdadero precursor del surrealismo y su cuadro El jardín de las delicias es mi santuario. Ante él le rindo culto cada vez que voy al Prado.