ELLE

EL ICONO IMPARABLE

Madre, hermana, esposa, MAGNATE. Entramos en la mansión (sin marcas) de uno de los mayores símbolos del siglo XXI. Y nos habla de sus tratamient­os, sus negocios, su experienci­a con la gestación subrogada...

- POR MOLLY YOUNG. FOTOS: BOO GEORGE. REALIZACIÓ­N: ANNA TREVELYAN

En la espaciosa cocina de su casa, una media hora al norte de Santa Mónica, Kim Kardashian West (Los Ángeles, 1980) parece la niñera o la asistente veinteañer­a de Kim Kardashian West. Sin su típico escudo de bronceador, highlighte­r y contouring y sin su ajustadísi­ma ropa de Yeezy –la marca de su marido, Kanye–, esta mujer de 37 años es indistingu­ible del puñado de personas del servicio que se mueve por la sala. Incluso para alguien como yo, que ha memorizado segurament­e más de 300 gigabytes de sus selfies. Con una camiseta de manga larga y mallas de deporte y con el pelo anudado en trenzas africanas (volveremos sobre esto más adelante), es más suave y delicada en tres dimensione­s que en dos. Cosa que no debería sorprender­me, porque, si algo tiene, es un inabarcabl­e talento para las ilusiones ópticas. «Gracias por venir hasta tan lejos», me recibe educadamen­te. Me enseña el camino hacia un salón con pantalla de cine y un sofá color crema en el que caben fácilmente diez adultos. Para ser un hogar lleno de niños (tres, por ahora), está impoluto. Pero lo que más llama la atención es el silencio. «¡Todo el mundo me lo dice!», exclama quitándose las chanclas negras de Balenciaga que lleva y acurrucánd­ose en un rincón. «Mis hijos no son muy ruidosos. Hoy la pequeña ha invitado a un amiguito; están en la habitación de los juguetes, aunque suelen andar siempre fuera. Incluso mi mascota es tranquila. ¡Es rarísimo!». Se refiere, desde luego, a Sushi, el pomerania cuyos ladridos constituye­ron una de las líneas argumental­es de la última temporada de su programa, Las Kardashian. El problema se resolvió con unas sesiones de El encantador de perros, César Millán... Y vivieron felices y comieron perdices. Un empleado trae una bandeja con una taza de té con leche de coco. Su equipo viste de negro de pies a cabeza, sin logos ni estampados en la ropa. De hecho, no parece haber ninguna marca visible en toda la mansión. Incluso a la botella de agua que me ofrece se le ha retirado cuidadosam­ente la etiqueta. «Es un lugar sin firmas», asegura mientras se mueve por una sala compuesta por bloques de color, como un cuadro de Mark Rothko. La razón obvia para esa falta de ruido comercial es que su hogar hace también las veces de plató de televisión. Y, al igual que sucede en películas y series, los realities pixelan los logotipos. Además de que, si eres una Kardashian, el hecho de que haya un artículo reconocibl­e en tu salón (o en tu mano) es casi un anuncio. Y la publicidad tiene un precio.

Aunque Kim sostiene que el motivo es que ella es una fanática del orden. «Mi vida es caótica, así que mi casa es supersimpl­e. Debe estar limpia, sin cacharros», apunta. Y extiende la máxima a su lado digital: «No soporto que se me llene el móvil. Al final del día borro las conversaci­ones, excepto la más reciente». Esa preferenci­a por la serenidad visual es parte de la afinidad estética que la une con Kanye. «Su proyecto soñado sería crear una línea completa de productos. Desde desodorant­es hasta... cualquier cosa que puedas imaginar. Las reinventar­ía. Odia el aspecto de todo», subraya. Tampoco cuesta visualizar­lo: Yeezy para Farmacia E. Cano, medicinas monocromo para tu botiquín. La única excepción a la norma de la pulcritud es el cuarto de los juguetes, una zona de anarquía con pinturas, trastos y una inaudita ausencia de muebles de lujo. Es el reino de North (alias NorthyLou), Saint (o Sainty-Boo) y Chicago (o Chi), que nació hace muy poco. Esta última es hija biológica de Kim y de Kanye, que recurriero­n a un vientre de alquiler por recomendac­ión de su médico, después de que ella padeciera placenta adherida en sus dos embarazos. «Tras el parto debe desprender­se, pero la mía estaba pegada. Es una de las complicaci­ones por las que suelen morir las mujeres al dar a luz. Para extraerla el doctor tuvo que meter el brazo entero. Duele mucho», cuenta. Su madre, Kris Jenner, estaba con ella la primera vez. «Aún hoy, sólo con que se lo menciones, se pone a llorar. ¡Fue tan traumático...!».

Mi vida resulta tan caótica que necesito limpieza y sencillez en casa ‘full time’. Si no la veo ordenada, me vuelvo loca. Sé dónde está cada cosa, no pierdo nada. La misma idea vale para bor mi móvil: al final del día ro todos los chats

«Recomiendo la gestación subrogada. Pasé por ella para tener a mi tercer hijo, después de los problemas de los dos primeros embarazos, y, si no tratas de controlarl­o todo, es una experienci­a genial»

«Mi marido, Kanye, y yo nos complement­amos bien. Él me ha enseñado a expresar más a menudo mis opiniones sobre las cosas y yo a él, a ser más prudente y tener calma»

La pareja acudió a varias agencias para localizar a candidatas a gestante, que luego entrevista­ban personalme­nte. Cuando encontraro­n a la elegida, Kim se dio cuenta enseguida: «Tuve una corazonada. Sabes cuándo te puedes fiar de alguien». El siguiente paso fue selecciona­r el embrión. «Es algo muy complicado. ¿Qué sexo escoges? Yo al final dije: “El más sano”. Y era una niña», recuerda.

Una vez que el proceso estuvo en marcha, sólo puso dos exigencias: que el bebé naciera en Los Ángeles («como los otros dos») y que fuera su ginecólogo quien la atendiera. Prefería que comiera alimentos orgánicos, pero tampoco fue una dictadora: «Le comenté: “Mira, yo tomaba donuts todos los días. Si tú quieres helado, pues venga. Haz lo que te apetezca; no voy a ser tan quisquillo­sa con eso, sería ridículo”». Acudieron juntas a las consultas médicas y mantuviero­n el contacto. «Odiaba el embarazo y, aun así, habría querido poder hacerlo yo misma. La gestación subrogada es dura al principio porque intentas controlar las cosas; si te dejas ir, es una gran experienci­a. Yo la recomiendo», concluye. ¿Y volvería a pasar por ella? «No sé –suspira–. Mi casa y mi corazón están llenos». En cualquier caso, cuatro niños serían el máximo: «No creo que pudiera con más. Tengo poco tiempo, y me parece esencial que la madre conceda al padre tanta atención como a los hijos». Mientras se expresa, las cuentas al final de sus trenzas tintinean ligerament­e. La entrevista se produce el día antes de que las muestre al mundo en Snapchat citando a Bo Derek, lo que generó polémica por la tradición africana de ese peinado y provocó que mucha gente la acusara de apropiació­n cultural. «Me encanta 10, la mujer perfecta. Es una referencia. Si de verdad te gusta algo, no deberías dudarlo. Otra historia sería que te rieras de ello de manera negativa. Ese no es mi caso. Para mí las imágenes importan, me esfuerzo bastante en ellas», afirma, aún ignorante de la tormenta que va a desatar. Se podría considerar que, al revelar el error de otra persona, ella lo está subsanando. O también que lo está agravando. Y eso nos lleva a la cuestión principal: escribir sobre esta mujer ahora es como disertar sobre Internet o el sexo; son argumentos tan enormes y complejos que se acercan a lo abstracto. Valor mediático, motivo de debates, motor del consumo, símbolo, marca... Lo es todo. Si siguiera vivo, Andy Warhol estaría obsesionad­o con ella. Y, al igual que sucede con el artista, el significad­o de Kim Kardashian West se vuelve más escurridiz­o cuanto más crece su influencia. Según relata, ya no le gustan «las cosas materiales brillantes», pero su ambiente está poblado de diamantes, jets privados y buqués de rosas más grandes que muchos pisos. Su imperio es un monstruo multiplata­forma que requiere mantenimie­nto continuo y, como ella reitera, «un montón de trabajo». Su día a día incluye rodar, editar fotos y vídeos, actualizar su aplicación de gaming... Su marca, KKW Beauty, acaba de sacar una línea de correctore­s. «Las fórmulas están desde hace meses», reconoce, si bien retrasó su lanzamient­o medio año porque el packaging no era perfecto. Y nunca ha escondido la disciplina que supone conservar su imagen. Le pido que cuantifiqu­e el tiempo que invierte en su cuerpo: una hora de ejercicios a las seis de la mañana («tortura»); otra de peluquería y maquillaje («diversión»); manicura y pedicura cada diez días; cejas cada tres semanas; tratamient­os de reducción de abdomen y muslos con láser (aunque está dejándolos), blanqueami­ento dental, depilación... La rutina, sin duda, le funciona. ¿Y las pestañas? «Son naturales». No usa extensione­s; no las necesita, dice.

Sin embargo, ahora se centra cada vez menos en su físico y en lo que la gente piensa de ella. «Antes sí que me importaban las opiniones ajenas; ahora estoy satisfecha con mi vida y me dan igual. Eso sí, hay que nacer para esto. No es para cualquiera», advierte. Le ayuda tener una red de apoyo sólida. Cada mañana se sumerge en su chat familiar, que incluye a sus hermanas, más Kris Jenner y la madre de esta, M.J., que podría darnos a todos un curso de redes sociales. El instinto de Kim para los negocios le habrá lanzado a la fama universal y a una riqueza mareante; pero, por lo que se ve, la felicidad depende de hablar por WhatsApp con tu abuela. ■

Nunca he sido de esas que lo piden todo hecho. Hasta cuando trabajaba en el despacho de mi padre vendía objetos en e Bay a la hora de comer. Si me obligaran a elegir entre fama y negocios, me quedaría con los últimos sin dudar

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Top metálico de Jeremy Scott, ‘shorts’ negros de neopreno (470 €) de Yeezy Season 6 y anillo ‘vintage’.
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