MARÍA DUEÑAS
Estas son las vivencias de la escritora.
En estos días revueltos de promoción me han hecho entrevistas de todo tipo: extensas y escuetas, sesudas y livianas, basadas en el propio libro o en mi persona... Entre todas ellas la más extravagante ha sido una centrada en la muerte. Reconozco que, cuando me la propusieron, pensé: «Ni loca». Después, al leer el cuestionario, comprobé que no estaba mal. El enfoque parecía inteligente y distaba de lo siniestro, había preguntas reflexivas, incluso entrañables, incluso divertidas. Una me proponía salvar un momento o una imagen para llevármela conmigo al más allá, y esta fue mi respuesta: «Una estampa repetida muchas veces en entornos distintos: una cocina llena de gente a la que quiero, preparando una cena o una comida colectiva». Conservo en la memoria un buen montón de esos fogonazos envueltos en nostalgia: los preámbulos para las nochebuenas en casa de mis padres o para los tardíos almuerzos junto al mar, la cocina abarrotada de hermanos, primos, amigos, hijos, saludándonos a gritos, interrumpiendo el paso, compartiendo una cerveza o descorchando el vino; alguien que saca copas de un armario, alguien que protesta airado porque otros se están comiendo el jamón que acaba de cortar, carcajadas, conversaciones cruzadas y maldiciones porque algo se está quemando, la puerta del frigorífico que se abre y se cierra tropecientas veces... Y el instante en que cualquiera aparece con una cosa exagerada –una plancha de salmón, una mágnum de champagne o un nuevo corte de pelo– y, de pronto, suena un rugido colectivo: «¡Haaalaaa!».
Luego, casi desvaído, queda el recuerdo de todos sentados alrededor de la mesa, pero ya se me escapa si lo que comimos salió en su punto y sobre qué tonterías charlamos. Lo que me quedó para siempre grabado fue la parte previa. Los preparativos. La anticipación. Nos pasa constantemente. Absorbemos tanto las etapas que anteceden y nos vemos sumergidos en un torbellino tan intenso, tan frenético y bullente, tan gozoso, que el después se convierte casi en algo secundario y que sucede rapidísimo, sin que apenas deje rastro en la memoria, a no ser por las fotos que acaban inmortalizando los momentos. Me ha ocurrido preparando mis novelas, viajando de antemano a los lugares en los que situaré después mis tramas, empapándome de atmósferas, paladeando escenarios. Los larguísimos meses de encierro posterior durante la escritura quedan a la larga difuminados, pero la remembranza de aquellas ilusionantes jornadas precedentes jamás se borra de mi retentiva.
Lo he sentido también en los planes previos a algún evento importante: durante un viaje a Roma, por ejemplo, probándome en Max Mara un maravilloso traje de chaqueta en lino rústico gris para la primera vez que fui invitada a un almuerzo en el Palacio Real. No tengo ni la más remota idea de lo que nos sirvieron para comer el día de autos, pero aún mantengo viva la excitación de unas mañanas antes en la tienda de Via dei Condotti, tanteando, descartando, decidiendo... Incluso de la tarde de mi propia boda conservo una sensación parecida: el gin-tonic que compartí con tres queridísimas amigas recién llegadas de lejos antes de ir a la iglesia, yo ya peinada y maquillada pero aún en vaqueros. Apenas duraría el encuentro media hora; sin embargo, me quedó cincelado con más fuerza que la propia cena tras la ceremonia, de la que a día de hoy apenas soy capaz de evocar nada.
El placer de la antelación, ese entusiasmo adelantado. Las emociones que se desbordan cuando aún no hemos oído el pistoletazo de salida. Ya me bullen por las tripas, ahora que queda menos para el verano.