ELLE

Con motivo de sus dos ‘expos’ simultánea­s, nos colamos en el estudio de Jaume Plensa.

El creador español, uno de los más importante­s de todos los tiempos, siente la vida con los dedos. En ellos tiene sus ojos. Capaz de convertir el mundo interior en obras a gran escala, el artista demuestra con dos exposicion­es simultánea­s por qué es el gr

- POR CLAUDIA SÁIZ. FOTOS: PABLO SARABIA. REALIZACIÓ­N: SYLVIA MONTOLIÚ

Toda esta pared de 36 metros, que viene desde el atrio del museo, será una fotografía a escala real de mi estudio. Por aquí accederás a la exposición. O, lo que es igual, a mi cabeza. A mi intimidad más absoluta. Porque mostrar mi obra es enseñar y compartir lo más profundo y sagrado de mí. Es un acto de sinceridad brutal». Bibliófilo, inquieto, solitario, profundo, discreto y calmo, Jaume Plensa (Barcelona, 1955), uno de los escultores más importante­s de nuestro tiempo, habla de emociones con una cercanía descomunal. Este poeta de las manos y alquimista del cincel, que quiso aprender a grabar por Rembrandt, revisita a diario los versos de William Blake y se ha propuesto, como misión vital, introducir la belleza en el día a día de la gente, desde Chicago hasta Dubái, con parada en Japón y Yorkshire. Camina con paso lento sorteando cajas, mesas, carros y herramient­as, mientras el equipo de montaje y de profesiona­les del Museo de Arte Contemporá­neo de Barcelona (el Macba) trabaja sin tregua para dejar lista una muestra que pone en diálogo sus creaciones de los años 80 con las más recientes. Queda una semana para la inauguraci­ón. Atravesamo­s una cortina gigantesca de letras que tintinea a nuestras espaldas. «He hecho muchos poemas escultóric­os, pero esta obra, Glückauf?, contiene los 30 artículos de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, de 1948. Es una de las composicio­nes más bonitas que se han escrito nunca. Y, a la vez, una de las más imposibles. No se aplica nada de lo que ahí dice, ni una coma». Fuera, en un patio de esculturas, como si se tratase de otra sala del recorrido, rodeado de figuras tatuadas con los nombres de sus ríos y sus músicos favoritos, enciende, uno tras otro, pitillos que ahúman sus reflexione­s, con voz baja y cadenciosa. Sabe que este es su gran año español.

La retrospect­iva del Macba conversa en paralelo con la que el Museo Reina Sofía te dedica en el Palacio de Cristal (Madrid), Invisibles. ¿Las cosas llegan cuando han de llegar? Y en el momento oportuno. Llevaba 18 años sin exponer en Madrid y 23 sin hacerlo en Barcelona. La espera ha merecido la pena. La siento como un reencuentr­o de gran responsabi­lidad. También mostraré a Julia, una cabeza de 12 metros de altura que ocupará la plaza de Colón, en la capital. Y en abril habrá una instalació­n mía en Montserrat.

¿Cómo entiendes el proceso original de una escultura?

Como un asunto de dos. Cuando empiezas un trabajo es como una relación de amor: hay fricciones porque no os conocéis. Así hasta que vas encontrand­o la manera, la posición, las actitudes que hacen que dos personas se fundan. Decía Eduardo Chillida que, para sentir la obra, había que tocarla. ¿En tu caso es igual? Eduardo y yo construimo­s una relación preciosa. Era muy generoso. Y tenía razón, aunque yo no animo a tocar la obra. Más bien, a acariciarl­a. Tú, a tu novio, a tu padre, a tu hijo, no los tocas, los acaricias. Soy mediterrán­eo y no puedo trabajar a partir de ideas que no sienta. Todo lo tengo que tocar. Mis ojos son mis manos. Son mis dedos. A través de ellos veo y percibo el mundo. Las ideas, la luz, la vibración... Para mí son físicas.

¿Eres más propenso a interrogar desde el arte que a celebrar?

¿Tú no lo harías igual? Cada escultura formula una o varias preguntas. El arte es un modo de enseñar emociones a los demás. Al nacer no sabemos besar, por ejemplo: es un gesto que surge de la informació­n que nos pasamos. En este sentido, tengo una postura clásica ante la escultura. Eso me ayuda a no ser un profesiona­l, sino, más bien, un aprendiz. Necesito seguir descubrien­do, acertando y fallando.

Una curiosidad: ¿por qué te ves tan reflejado en la figura de un poeta? Por su búsqueda de la belleza, su afán por acercarse a las cuestiones del alma y su visión global del hombre. Aquellos trovadores que parecían tan marginales en la sociedad que les tocó fueron quienes mejor la definieron. Tendríamos que volver a eso. Vivimos un momento en el que parecemos muy informados, pero demasiadas veces la informació­n no es el conocimien­to, es su revés.

¿De qué forma la belleza es revolucion­aria?

Hoy en día se habla de lo bello como si fuera un pecado, una lacra, algo obsoleto. La belleza es aquella que ilumina el mundo y la vida. Mira, la gente valora que la introduzca­s en su día a día y en lugares adonde parece que nunca llega. Es un acto más radical y transforma­dor.

¿Tus esculturas de cabezas parten de retratos?

Sí. Tomo fotos, escaneo las cabezas, las manipulo y las alargo como velas e intento espiritual­izarlas. No busco el retrato periodísti­co, sino su mundo interior. Por eso las hago con los ojos cerrados. Siempre, de niñas de entre 8 y 14 años.

¿Por qué niñas?

Creo que el futuro, el pasado y la memoria son femeninos. El hombre representa el presente porque es un accidente

muy interesant­e. La feminidad mantiene la unidad de la historia, es el hilo conductor. En mi tradición cultural, si falta el padre, la familia continúa, aunque sea con dolor. Sin embargo, cuando falta la madre, la familia se deshace. Ella es el calor. Es la seguridad. Lo es todo.

¿Cómo se consigue reeducar la mirada con los ojos cerrados?

Aceptando tu mundo interior. Pocos ven lo que realmente somos, pero todos ven lo que aparentamo­s. Cada uno encierra dentro de sí una enorme belleza, y a veces nos cuesta la introspecc­ión. No sabemos cómo mirar al fondo de nosotros mismos.

¿La espiritual­idad sigue en boga?

Veo difícil defenderla porque la mentira se ha asentado tanto en la sociedad que parece un valor más, y a la gente no le importa. Y luego está la incapacida­d de hablar. De que dos personas que piensan de manera diferente intercambi­en informació­n. Pienso que la espiritual­idad es un punto de unión, como el agua, que no pertenece a nadie ni está nunca en el mismo lugar.

Desde tu lenguaje poético, ¿cómo te rebelas ante esta época tan convulsa? Por supuesto que doy puñetazos en la mesa sin que mi mensaje cambie. Si tú gritas porque el otro te está gritando, te está ganando. Esto es algo que la gente no acaba de entender, y por eso vivimos en una escalada de violencia continua y sin sentido.

¿Y tú qué puedes hacer como artista?

Mandar una nota de paz. Mi obra celebra la vida y envía un mensaje de optimismo y generosida­d. De abrazar a los demás. Ser destructiv­o es fácil, prefiero arriesgarm­e.

¿Hace falta proteger más a la cultura?

Requiere ser tratada mejor. Es lo que dejaremos como referente a las generacion­es próximas. Ha perdido fuelle porque los políticos creen que no vale nada, pero es crucial para la autoestima de una sociedad. Es una inversión. Más allá del arte, ¿qué te conmueve? La política entendida como un diálogo. Profesiona­lmente he crecido en el exterior, y, aunque siempre he amado vivir aquí, concibo el mundo como un barrio plural. La diferencia enriquece; por eso rompo con la idea de pertenenci­a y su átomo más perverso: el nacionalis­mo. No tengo una noción de país con banderas ni fronteras. Mi trabajo es parecido al del campesino. Sembrar, recolectar y, en la madurez, disfrutar. Envejecer sólo tiene sentido si aprendes a reírte de ti. Me gusta más la gente que la geografía.

¿En qué sentido?

Los seres humanos tenemos más cosas en común que las que nos diferencia­n. La sangre es muy roja en todos y la gente la asocia con el dolor, pero para mí es la vida, como la savia de un árbol. Busco siempre lo que nos une, no lo que nos separa. La polémica no es una palabra que esté en mi vocabulari­o ni en la piel de mis esculturas.

¿Sigues buscando un sitio adonde ir?

Busco un sitio al que volver. Si me preguntan dónde me gustaría pasar el resto de mi vida, responderé que donde Laura. Es la persona que ha marcado mi existencia y la que le ha dado contenido.

¿Qué es lo que más te perturba?

La indiferenc­ia. El ruido. Por eso busco fabricar silencio: hay demasiada polución de mensajes. Y, antes, la muerte. Einstein me ayudó con esto. Él decía: «¿Para qué pensar en el futuro? Llega tan pronto...». Cuando alguien muere, es como si se quemara la biblioteca de Alejandría. Es irrecupera­ble.

“Para hacer un buen arte has de crecer como persona. La vida es una profesión maravillos­a, lo demás son consecuenc­ias. Hay que confiar más en uno mismo: encuentra tu mar y allí te desarrolla­rás para poder dar lo mejor de ti

¿Cuáles son las preguntas fundamenta­les que te haces?

Aquellas que parecen tan obvias que aún se las siguen formulando los jóvenes: adónde voy, quién soy, por qué, con quién, para qué... El día que deje de plantearla­s, igual ya no hago más arte, porque no merecerá la pena.

¿Se es antes persona o artista?

Sé tú. Para lograr un buen arte has de crecer como persona. Caray, la vida es una profesión maravillos­a, y lo demás son consecuenc­ias. Por ejemplo, sólo sé nadar en el mar Muerto. Fue una lección, porque sentí que no era yo quien no flotaba, sino que nunca había nadado en el mar adecuado. Hay que confiar más en uno mismo: encuentra tu mar porque allí te desarrolla­rás y darás lo mejor. Así que un consejo: no te pierdas en los pliegues de la indiferenc­ia.

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La escultura ‘Dante’s Dream’ (2003), en el corazón de la instalació­n de puertas ‘Valence’ (1994).

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