Estas son las vivencias de la escritora.
RRecuerdo con una mezcla de nostalgia y alivio las mañanas de mi vida en las que todo era correr. La cruel insidia del despertador y las duchas siempre más breves de lo apetecible. Aquel café a sorbos precipitados mientras me secaba el pelo. El agarre al vuelo de llaves, bolso y abrigo. El apremiar a los niños insistentemente con un «¡venga, venga, venga, que llegamos tarde...!». Ese nerviosismo porque el ascensor estaba ocupado, o porque a uno de mis hijos se le había olvidado la flauta o el bocadillo encima de la mesa, o porque la puerta del parking tardaba en abrirse siete segundos en lugar de cinco... La nostalgia de esos días es inevitable: son memorias de un tiempo que ya no tiene retorno. Pero el alivio resulta también inmenso. Ahora disfruto de un horario de trabajo más flexible, los pequeños volaron del nido, mis prisas son más llevaderas. En definitiva, encaro las jornadas con la ansiedad controlada y el estrés en su sitio. Escribo sobre esto después de leer un artículo sobre las rutinas mañaneras de algunas de las personas más exitosas del mundo, verdaderos especialistas en la productividad y el rendimiento: políticos de raza, estrellas de los medios de comunicación, deportistas de élite, brillantes ejecutivos o figuras del mundo del espectáculo. Algunas de ellas confiesan seguir una férrea tabla de ejercicios nada más abrir los ojos; otras se decantan por la meditación o el mindfulness. Las hay que escriben, o le dan un profundo barrido a la prensa, o incluso empiezan a trabajar sin apenas haber salido de la cama. Y todas coinciden en un extremo: madrugan como si se dedicasen a descargar mercancía en un mercado. Casi ninguna necesita dormir más de cuatro o cinco horas. Y eso, para la mayoría de los humanos, supone un lujo cuyo organismo no puede permitirse. La Organización Mundial de la Salud recomienda a los adultos al menos siete horas diarias de sueño; desde
la National Sleep Foundation norteamericana estiran la cifra y llegan hasta las nueve, algo que logra muy poca gente. De ahí que haya expertos que acusan de arrogantes a aquellos que aseguran poder funcionar perfectamente con bastante menos. Van en contra de su propio reloj biológico, dicen. E ignoran que somos el legado de millones de años de evolución bajo un ciclo de luz y oscuridad que nunca ha parado. En cualquier caso, y aun asumiendo que no tenemos por qué emular a esos supertitanes, se nos sigue bombardeando con supuestos consejos y recetas mágicas para que nos levantemos con el ánimo en positivo. Lamentablemente, tales sugerencias resultan, en numerosas ocasiones, irrealizables. Porque no es fácil añadirle al caótico arranque del día media hora de spinning, veinte minutos de yoga, un rato de sosegada charla con tu pareja o un desayuno de huevos escalfados con salmón y aguacate. Las mañanas de las mujeres y de los hombres comunes y corrientes, por desgracia, no suelen dar para tanto: hay que cuadrar agendas familiares, prever atascos, llegar a tiempo al trabajo... Otras recomendaciones, sin embargo, resultan bastante más accesibles. Incluso las hay que son tan simples como un cajón de madera de pino: dejar la ropa preparada la noche anterior con el fin de evitar el terrible ¿qué me pongo? Tener en el despertador un sonido agradable y no un ruido punzante y agresivo. Evitar que nuestro primer contacto con el día sea a través del móvil. Abrir las ventanas de par en par, aprovechando que ha llegado la primavera, y reservar un ratito al amanecer para unos estiramientos. Y yo propongo algo más: unos momentos de silencio. Lo aprendí de mi madre y juro que da resultado. Como dijo el escritor Thomas Carlyle, «el silencio es el elemento en el que se hacen las cosas grandes».