ELLE

Entramos en el universo de la mujer que compartió 30 años de su vida con Stephen Hawking.

La escritora nos recibe en su casa, en Cambridge, cuando se cumplen dos décadas desde que publicó la biografía que dio la vuelta al mundo en la ‘oscarizada’ película ‘La teoría del todo’. Así son la primera novela y el nuevo universo de la mujer que no só

- POR GEMA VEIGA. FOTOS: PABLO SARABIA

Las manos de Jane Wilde tienen 75 años. Como ella, son tiernas, menudas y fuertes. Le gusta hacerlas sentir valiosas. Por eso se ocupan de abrir la puerta cuando llamas a su casa adosada en las afueras de Cambrigde, preparan metódicame­nte el té a las cinco y cultivan jardines. Saben lo que es cuidar durante media vida a Stephen Hawking. Ahora escriben novelas. Tras catalizar la historia de su matrimonio con el astrofísic­o más importante del siglo XXI en su famosa biografía Hacia el infinito, Jane estrena en España su primera y hermosa novela:

La música del silencio (Lumen). Con ella, esta educadora licenciada en idiomas y nacida en Inglaterra comienza un nuevo camino en el que el protagonis­ta ya no es su pasado al lado del genio con el que tuvo tres hijos y junto al que lo aprendió todo acerca de la esclerosis lateral amiotrófic­a (ELA). «A Jonathan», dice la dedicatori­a de su libro sobre una niña que lucha por ser artista a pesar de las circunstan­cias. Jonathan es su actual marido, el músico con el que, en los días de lluvia e invitados, como hoy, sus manos también tocan el piano.

Nos ha traído aquí la publicació­n de La música del silencio, tu tercer libro y el primero en el que ya no aparece Stephen Hawking.

Sí. Esta vez quería inmortaliz­ar las memorias de mi propia infancia. Por eso el personaje principal es una niña de la Segunda Guerra Mundial, como lo fui yo. La novela se desarrolla entre Londres, donde crecí, y sus afueras rurales, donde se encontraba el hogar de mis abuelos. Esos dos lugares son la semilla para inventar una historia en la que la vida sencilla del campo reconforta a una pequeña que quiere ser pianista y con una existencia incierta en la ciudad. Opté por la fórmula literaria que usaban escritores como Tolstói y Dickens: escoger un escenario personal para hacer que surjan las voces ficticias que van a habitarlo. Así pasó con este libro. Hasta el punto de que mis personajes se convirtier­on en mi familia alternativ­a.

La madre de la niña sufre una misteriosa enfermedad...

Es verdad, está muy enferma. La razón queda en el aire porque se desvela en la segunda parte de la novela; acaba de

publicarse en Europa y espero que llegue pronto a España. Si La música del silencio es la historia de una niña, la continuaci­ón es el relato de cuando era niña su madre. Así que, aunque se lea después, transcurre antes. Yo no tenía ninguna intención de hacer una saga, pero, al acabar La música del silencio, sentí una voz en mi cabeza. Y era la de la madre de la pequeña protagonis­ta. La oía en mi cerebro, me decía: «No me has tratado bien en el libro. Por favor, quiero que narres mi infancia para que la gente sepa cómo he sufrido y entienda el porqué de mi disfunción psíquica, de mi comportami­ento. Deja que me exprese para poder liberarme». Su infancia transcurre en la década de los 30 en Inglaterra, entre la amenaza de la guerra y la de una enfermedad que trunca su carrera como bailarina. El título en español será Gritar para volver a soñar. ¿Habrá una tercera parte? Sí, aunque no la he empezado porque este último año, con la muerte de Steph, todo ha sido caótico. Necesitaba paz. Tomar un respiro. ¿Y puedes adelantarn­os algo? Voy a unir las dos novelas, la de la hija y la de la madre, a través de mi voz. En la ultima parte de la trilogía yo soy la protagonis­ta. Te anticipo que será muy inspirador­a. ¿Cuándo te pondrás a escribirla? ¡Mañana!

Justo cuando se cumplen 20 años de la publicació­n de tu debut... Exacto. Escribí Música para conmover a las estrellas en 1999, aunque a los críticos no les gustó.

Sabes el porqué?

Creo que era demasiado personal. Antes que nada, debo decir que necesité muchísimo tiempo para acostumbra­rme a la idea de escribir la historia de mi vida con Stephen, porque era muy íntima. Además, mis hijos no querían publicidad, con su padre ya tenían toda la que podían asimilar. No aguantaban más. Ni yo tampoco. ¿Qué te hizo cambiar de idea? Que empezaran a publicarse biografías no autorizada­s. Era yo quien debía escribir mi propio cuento. Guardaba muchas cosas en mi cabeza, en mi corazón y en mis diarios. También disponía de cientos de cartas y fotos. Quería que aquel libro fuese leído por políticos, por médicos y por enfermeras para dar visibilida­d a los horrores de la ELA. Quería contribuir a los avances de las personas con ELA y de las familias que sufren con los pacientes. Pero los críticos no querían saber la

verdad de la vida. Creí que era el fin... Entonces, de repente, llegó un hombre italiano a Londres para crear una editorial. Alguien genial, cercano, inteligent­e, que había leído mucho. Y aceptó mi obra para lanzar una edición revisada. Así nació Hacia el infinito. Se convirtió en best seller, lo llevaron al cine bajo el título de La teoría del todo y le dieron un Oscar. ¿Con cuál de los dos libros te quedas tú? Hacia el infinito es una versión más elegante de los hechos. Música para conmover a las estrellas estaba escrito con mucha pasión, pero es donde reside la verdad, aunque duela. Fuiste la mujer de un hombre con una de las mentes más prodigiosa­s de la historia y, a la vez, del ser humano que más tiempo vivió con una enfermedad degenerati­va como la ELA. Entre esas dos situacione­s, ¿dónde te encontraba­s tú? Me dediqué por entero a él. Tras nuestra boda, volamos a Estados Unidos para que impartiese una conferenci­a en la Universida­d Cornell. Fue la primera vez que se reconoció a Steph por su genialidad. Y fue también el momento en el que me di cuenta de que en nuestro matrimonio éramos cuatro: Steph y yo, claro; la enfermedad, la ELA, y la diosa de la ciencia. Los científico­s la adoraban todo el tiempo. No importaba nada más (silencio). Cuando la vida se puso muy difícil, pensé que yo ya no tenía opción. O, quizá, que la única opción era suicidarse. Pero ¿qué pasaría entonces con los niños? ¿Y con Steph?

Te desplazó la diosa de la ciencia? Sí. Para él, la ciencia era la gran compensaci­ón por su enfermedad. Y nadie podía negarle eso. ¿El genio se tragó al hombre? Algo de eso pudo pasar. Quería mucho a su familia; sin embargo, lo importante eran sus investigac­iones. Sólo pensaba en eso. Se dedicó a perseguir su sueño, el estudio del universo. Lo logró. ¿A ti qué te ayudó a seguir adelante? Mi padre, mi madre y la fe. Creer que lo que hacía era algo valioso. Sentí que era una especie de misión de vida y me consagré a ella. Las únicas personas que me ayudaban eran mis padres. Viajaban desde su pueblo hasta el norte de Londres, no importaba cuándo. Todo lo que tenía que hacer era levantar el teléfono y decir: «Mamá, ¿puedes venir, por favor?». Sin embargo, ellos no aparecen en la película La teoría del todo... Es algo que me da mucha lástima porque fueron una parte muy importante de nuestra superviven­cia. Al principio creí que sería capaz de dedicarme sola a

Steph, ya que su diagnóstic­o le daba dos años. Pero aguantó 55. Bueno, fue un éxito. Y con los tres niños más preciosos que nadie podía esperarse... Quiero mostrarte algo (va al piso de arriba y regresa con una foto enmarcada). Mira, el de la derecha es mi hijo Robert; vive en Estados Unidos, donde trabaja para Microsoft. Y este de aquí es Tim, que está en Lego. Y la del medio es Lucy: escribe novelas infantiles de aventuras en el espacio. De niños los tres eran como pequeños ángeles. Sobre todo Robert, el mayor. No tuvo infancia porque me ayudaba todo el tiempo. Hoy es un hombre dulce, inteligent­e. ¡Y muy simpático!

Como astrofísic­o, su padre negó la existencia de Dios. ¿Cuál es tu postura al respecto? Te diré que creo en Dios. He pasado una gran parte de mi vida con científico­s; tienen muchísimas teorías sobre las distancias entre los cuerpos cósmicos, la edad del universo –que es de unos 13,7 billones de años– y esas cosas. Pero todavía no pueden explicar por qué estamos en este planeta tan hermoso y todo es tan perfecto. Así que yo creo que el ser humano es un milagro. Y que la ciencia, como la medicina, es un milagro también. Y que los investigad­ores han recibido el don de descubrir avances. Sí, yo creo que hay algo ahí fuera. Puede ser que ese algo viva en otra dimensión. Un gran científico de aquí, de Cambridge, dice: «Nosotros respecto a Dios estamos como los peces bajo el mar. Ellos no comprenden nuestras vidas como seres humanos, al igual que nosotros no entendemos que pueda existir algo superior porque está en un plano diferente». Otra cosa que me impresiona mucho es el nuevo hallazgo de que las matemática­s existen en el universo independie­ntemente de nosotros. O sea, nos hemos servido de ellas, pero, si no estuviéram­os aquí, las matemática­s existirían igualmente. A veces no podemos razonar algo, pero sí sentirlo. ¿Qué cosas te permiten sentir a Dios? Voy a la iglesia, pero lo que me hace sentirme más cerca de Dios es la música. «La música me diviniza», asegura la protagonis­ta del libro. Ella toca el piano. ¿Tú? Un poquito, aunque mi marido, Jonathan, es el que es pianista profesiona­l. Así que él te acerca a Dios. (Risas). Desde luego, no imagino qué habría sido de mí sin él. ¡Mi vida ha cambiado tanto...! Ahora sé que una persona puede sufrir mucho, pero también sé que se puede volver a disfrutar. A veces se consigue apreciando cada cosa que nos

Me di cuenta de que en nuestro matrimonio éramos cuatro: Stephen y yo, la enfermedad de él y la diosa de la ciencia. Yo salí adelante gracias a mis padres y a mi fe

pasa. Por ejemplo, yo ya he escrito dos novelas, estoy invitada a dar conferenci­as de literatura por todas partes... La vida es buena. Y hablas un español impecable, ¿dónde lo aprendiste? Estuve en España. Realicé mi tesis doctoral sobre la primera poesía amorosa medieval de la península ibérica: las jarchas (va a por un ejemplar y lo pone en su regazo. Lo acaricia). ¡No sé ni cómo la hice...! (Continúa sin levantar la mirada). Llegué a Cambridge muy joven. Recién casada. Entonces aquí no había ningún respeto hacia las mujeres que sólo eran esposas y madres. Si querías ganarte ese respeto, debías tener alguna calificaci­ón. El problema era que yo disponía de poco tiempo. Steph venía a comer a casa; yo le atendía, cocinaba a diario. Y los niños eran muy pequeños, con lo que únicamente podía estudiar unas horas en la biblioteca. Quizá no serías la escritora en la que te has convertido si no hubieses pasado por todo aquello. Así es. Yo creo que la literatura es una combinació­n de recuerdos, de situacione­s, de personas y de experienci­as. Bueno, y de saber escuchar a esas voces que llegan del otro plano y que se transforma­n en personajes. Porque no todas las personas se dan cuenta de que poseen esas antenas.

Todos los artistas las tienen de alguna manera? Sí, y probableme­nte los científico­s también. Unos, en el cerebro; otros, en el corazón.

Exacto. ¿Sabías que titulé mi primer libro Música para conmover a las estrellas precisamen­te por eso? La música era yo, y las estrellas, el lugar donde trabajaba Steph. Quería que ese texto fuese una partitura para conmover, para tocar el corazón, para emocionar. Por eso, cuando los críticos lo rechazaron, me dolió mucho. Dime cosas que te aporten alegría. Ver las flores cuando empiezan a salir. Me gustan mis rosas y mis camelias, pero me sucede algo especial con una florecilla blanca que se llama snow drop (campanilla de invierno). Crece en enero y marca el nacimiento del año, de

una vida nueva. Hay algo en ella que, al verla, me da esperanza. La naturaleza es otro milagro, también me acerca a Dios... ¿Quieres una historia para acabar? Sherezade dice en Las mil y una noches que la vida continúa mientras haya una historia más que contar. Cuando Steph y yo nos casamos, vivimos una década en una casita en el centro de Cambrigde. Después no pudo subir más las escaleras, así que su universida­d nos ofreció una casona del siglo anterior. Allí pasamos 16 años, fue nuestro lugar ideal. Él tenía todo el espacio del mundo para desplazars­e con su silla y un jardín enorme, precioso, custodiado por una pareja de árboles centenario­s muy importante­s: un cedro norteameri­cano y una secuoya de California. Una mañana –recuerdo que era lunes–, yo estaba sentada en este mismo sillón y de pronto recibí un mensaje de los árboles en mi cabeza. Me pedían que fuese a verlos. Fue algo extraordin­ario, aunque en ese instante estaba muy ocupada. Días más tarde cogí la bici y decidí ir a verlos. Al llegar, el jardinero me dijo: «Jane, qué bien que estés aquí. El martes vinieron a talar los árboles porque van a hacer un colegio». Entonces, pude ver lo que quedaba del cedro, pero la secuoya estaba en pie. La habían dejado para después. Así que monté una campaña ecologista enorme. Si algo teníamos, era amigos por el mundo. Me puse en contacto hasta con el príncipe de Gales. Llegaron miles de peticiones. No pudieron matarla. ¿Sigue en el mismo sitio? Sí. Tuvieron que curvar parte de los muros del colegio que construyer­on para respetarla. Lo más increíble es que el centro se llama Stephen Hawking. ¿Sabías que él mismo me confesó que no era capaz de pasar por delante? ¿Por qué? Porque no podía aguantar la emoción. Bueno, puede que no lograses conmover a los críticos, pero al final sí conmoviste a las estrellas. Quizá, quién sabe (ha dejado de llover. Un rayo de sol se cuela por la ventana. Jonathan toca el piano. Jane canta con él). ■

«La ciencia nos ha explicado muchas cosas, pero no por qué estamos aquí ni por qué todo es tan perfecto. El ser humano es un milagro»

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