ELLE

MARÍA DUEÑAS

Estas son las vivencias de la escritora.

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Casi todos mis primeros pasos relativos a la conciencia ecológica en cuestiones de consumo me retrotraen a viajes fuera de España, en unos tiempos en los aquí todavía andábamos un tanto al margen de esas preocupaci­ones. Recuerdo, por ejemplo, cuánto me chocó aquel hotel en Boston –urbano, moderno y caro– cuando, en vez de multitud de pequeños envases de un solo uso, encontré en el cuarto de baño grandes botellas de gel, champú y acondicion­ador colgadas dentro de la ducha con sus correspond­ientes dosificado­res. Reconozco que aquello no me hizo la menor gracia: yo era muy joven y, como a todas por entonces, me encantaba volver a casa con mil botecitos en la maleta, pequeños trofeos que te hacían sentirte cosmopolit­a y mundana en unos días en los que recorrer el planeta no estaba a un golpe de clic, como ahora.

Mi primer encuentro con los alimentos ecológicos fue igualmente hace décadas, en California, con el descubrimi­ento de la gran cadena Whole Foods Market. Acostumbra­da a los supermerca­dos españoles de toda la vida, aquello me pareció un paraíso cautivador: letreros escritos a mano sobre pequeñas pizarras, cubos llenos de flores frescas, semillas y cereales de nombres exóticos, montones de panes diversos horneados allí mismo y mil otras tentacione­s eco/bio/green envasadas en papel reciclado o sin envasar siquiera.

Me encantaba además por entonces la cadena GAP, y en sus tiendas conocí algo de lo que me enamoré al instante: las camisetas de algodón orgánico, en todos los formatos y en todos los colores. Me acostumbré en esos tiempos a regalar cestas de fruta para celebrar momentos especiales o mandar un abrazo en los días turbios a aquellos a los queremos y no están cerca. Y me hice asidua de los yard sales y las librerías de segunda mano.

Estando en Inglaterra, en otra etapa de mi vida, además de enamorarme de los mercadillo­s de antigüedad­es y de los cachivache­s de las tiendas solidarias de Oxfam, conocí una empresa innovadora que me sedujo de inmediato: The Body Shop. Hoy día tenemos sus espacios en muchas de nuestras ciudades, pero por entonces era algo rompedor que aún desconocía­mos en estos pagos: su esencia radicaba en hacer productos de belleza tan sólo con ingredient­es naturales obtenidos directamen­te de los propios productore­s, y en no testar jamás nada en animales. Y recuerdo también que fue en Luxemburgo, donde reside una parte de mi familia, cuando supe que eso de dar gratis montones de bolsas de plástico en los supermerca­dos se había acabado.

España tardó un poco más en abrir los ojos al mundo eco, pero no hemos perdido el tiempo, ni mucho menos. Y, aunque en algunos aspectos seguimos siendo algo flexibles, la conciencia ya se ha asentado.

Hoy día, siempre que puedo viajo con mis propios productos de aseo en envases reutilizab­les y no abro siquiera los que me ofrecen los hoteles. Puesto que seguimos sin tener Whole Foods, opto por su versión castiza, asequible y excelente, y acudo a los mercados, los de toda la vida, no los gastro-concept ni los templos de la foodie-revolution, sino los de las pescaderas, los carniceros y la fruta de temporada. Sigo siendo amante declarada del algodón orgánico y de los libros de segunda mano. Voy a la compra con mis propias bolsas de lona, que uso hasta el infinito. Tengo mi casa llena de muebles del Rastro. Y, eso sí, mis cepillos del pelo los sigo comprando en The Body Shop. Los de bambú. Los mejores del mundo entero.

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