MARÍA DUEÑAS
Las vivencias de la escritora.
LSa primera vez que oí hablar del síndrome de Estocolmo yo debía de tener alrededor de 10 años y la protagonista del asunto era Patty Hearst, nieta del legendario magnate de la prensa William Randolph Hearst. El millonario abuelo había muerto para entonces y había dejado a sus descendientes un emporio mediático que aún pervive. Él mismo quedó grabado en el imaginario colectivo por haber inspirado el personaje central de la película de Orson Wells Ciudadano Kane.
A Patty la secuestraron cuando contaba 19. Era estudiante en la Universidad de California, en Berkeley. Sus captores formaban parte del Symbionese Liberation Army, un pequeño grupo de radicales marxistas urbanos seguidor de los movimientos guerrilleros de izquierdas que en aquella época eran comunes en América Latina. En mitad de las largas y truculentas negociaciones con su familia para el rescate, ella envió una casete en la que anunciaba que había decidido unirse a sus secuestradores y luchar por sus ideales. Junto a ellos, y ya considerada por la ley una delincuente común y no la víctima de un secuestro, llegó incluso a participar en el atraco a un banco, fusil en mano, cual personaje de La casa de papel. Tras una serie de rocambolescas peripecias que llenaron durante meses los periódicos y los informativos del mundo entero, el FBI logró detenerla. Habían pasado 18 meses. Para la defensa de la joven millonaria-revolucionaria en lo que algunos denominaron el juicio del siglo, sus expertísimos y carísimos abogados alegaron que padecía síndrome de Estocolmo. Fue la primera vez que la mayoría de la humanidad oyó hablar de esa reacción psicológica, que genera irracionales sentimientos de empatía, complicidad y dependencia hacia los captores o causantes de una privación de libertad.
Recuerdo a Patty Hearst y su síndrome mientras nuestro confinamiento empieza a relajarse. Aún queda un trecho grande por recorrer, repleto de incertidumbre y dudas, pero por fin vemos la luz y percibimos el final definitivo de este prolongado encierro. Sin llegar a minimizar la crueldad de la covid-19 o a enamorarnos de Fernando Simón como Patty hizo con el líder de su grupo, lo cierto es que, a pesar del alivio que supondrá recuperar nuestras vidas de siempre, muchos echaremos en falta ciertas cosas de la extraña situación que nos ha mantenido dentro de una férrea cápsula domiciliaria durante casi dos meses.
Yo, personalmente, estoy convencida de que añoraré el tempo de estos días, ese transcurso de las horas y las jornadas con un ritmo uniforme, sin prisas, ni retrasos ni enredos. Aunque, como casi todo el mundo, no he parado de trabajar en ningún momento, ahora soy consciente de que de mi boca no han salido ni una sola vez esas frases antes tan frecuentes: «¡Voy tarde, voy tarde, voy tarde!» o «¡no llego, no llego, no llego!» Y, verdaderamente, lo agradezco.
Echaré también de menos que pasen los días sin zapatos cerrados, ni tacón ni maquillaje. Echaré de menos sentarme a ver viejas películas con mi hijo: El talento de Mr. Ripley, Psicosis o incluso algún engendro de Stephen King encontrado al azar en una anónima cadena. Echaré de menos comer grandes bolsas de pipas con mi hija y dar forma fantasiosa, mano a mano, a proyectos creativos que seguramente nunca pondremos en marcha. Echaré de menos que mi marido nos avise de que son las ocho y toca aplauso. Echaré de menos las videollamadas de WhatsApp con mis hermanas muchas tardes a las ocho y media.
Este confinamiento, en cualquier caso, nos marcará para siempre. Continuaremos con nuestra vida como hizo Patty, que acabó casada con su guardaespaldas y convertida en una distinguida señora rubia de peluquería con collar de perlas. Pero, en nuestra memoria, al igual que en la suya, permanecerá grabado para siempre el eco de este tiempo.