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PLE SA EL GIGANTE DEL ARTE

- POR IVÁN FOMBELLA

N J AEEl mundo de Jaume Plensa (Barcelona, 1955) ha recuperado la escala humana en 2020. Obsesionad­o por cuestiones como redimensio­nar las calles para devolvérse­las al ciudadano y sosegar los ritmos frenéticos que impone la sociedad actual, el catalán, en su dinámica de artista de proyección global, vivía metido en una burbuja de vuelos transoceán­icos de apenas unas horas, trabajos sin fronteras y un día a día repartido por medio planeta. Hasta que, a principios de año, la pandemia le obligó a pararse en su Barcelona a pensar. Ni más... ni menos. Ahora, mientras observa con dolor cómo sus esculturas –sus hijas– se erigen en lugares remotos (Hawái, Nueva Jersey, Míchigan...) sin que él pueda estar presente, vislumbra una cierta esperanza y, al tiempo, sufre por lo que ha perdido. «Añoro viajar. Antes, teníamos una existencia internacio­nal; todo estaba siempre en otros sitios, no en el lugar en el que tú residías. Y no sé de qué manera se resolverá eso», asegura. Por suerte, su obra Blau se queda cerca de casa, en pleno Eixample, ya que la ha donado al Hospital Clínic como homenaje a los sanitarios.

Se trata de un hombre dotado de un instinto espontáneo para la poesía: la conversaci­ón con él es un laberinto de imágenes talladas por su voz plácida y calmada. Tanto que, a veces, no parece que responda a la pregunta que le has formulado, sino a otra más interesant­e que ha surgido de su propio discurso. En esas visiones está la semilla de lo que el arte aportará al futuro pospandemi­a. Aunque, para Plensa, en el oficio de crear no hay porvenir ni pasado, sino todo lo contrario.

La Covid-19 cambiará radicalmen­te nuestras vidas? He llevado la misma rutina de antes, al menos en el trabajo. Sin embargo, es cierto que ha habido un comportami­ento muy interesant­e, por ejemplo, en las redes sociales; se están encontrand­o nuevas formas de creación privada, íntima, que son maravillos­as. Me gustaría decirte cosas positivas de lo que nos espera, pero no estoy seguro de que los políticos estén a la altura. En los meses del confinamie­nto duro, te dedicaste a reflexiona­r más que a componer algo concreto.

Sí, creo que también son buenos esos parones. En una ocasión, Antoni Tàpies me comentó: «He estado tres meses sin hacer nada». Yo recomiendo mucho pensar. No necesitas comprar ningún instrument­o. Ni lápiz, ni papel ni tecnología. Y puedes llegar tan lejos que es impresiona­nte. Las grandes crisis suelen traer aparejadas revolucion­es estéticas. ¿Estamos ante uno de esos momentos?

Lo que generan estos periodos es el entusiasmo de empezar de nuevo. A pesar de que no se han celebrado demasiadas ferias durante 2020, sigo convencido de que, en la intimidad, los artistas están evoluciona­ndo y transforma­ndo su obra. La mía, en principio, no tiene problema: se encuentra en expansión.

¿Qué debería aportar el arte en estas circunstan­cias?

Desgraciad­a o afortunada­mente, lo descubrire­mos más adelante. De aquí en 20 años, si conversamo­s otra vez, te responderé mejor. Por ejemplo, Shakespear­e escribió

Macbeth durante una epidemia. ¡Qué pedazo de obra! Pero, claro, eso lo sabemos ahora. En nuestro caso, igual: irá saliendo con los años. Dejemos un trocito de estas dudas para los historiado­res del mañana.

En cuanto a lecciones, ¿es posible extraer alguna?

Yo confío en los ciudadanos, y su comportami­ento ha sido ejemplar. Me da esperanza comprobar que no necesitamo­s tantos líderes, que podemos organizarn­os nosotros mismos. Y creo que la gente es más inteligent­e de lo

que nos cuentan. De hecho, el mundo creativo surge de la idea de buscar respuestas personales que acaban siendo colectivas. El creador, a partir de su universo, convierte lo individual e íntimo en soluciones para la comunidad. El otro día, pensaba de nuevo en lo que pasó en Estados Unidos tras la depresión de 1929. Se inyectaron enormes cantidades de dinero en la economía, como ahora intenta la mayoría de los gobiernos. Eso sí, entonces cayeron en que los artistas también comen e invitaron a los pintores a realizar murales para los edificios de nueva construcci­ón. Siguiendo la tradición de Diego Rivera y los muralistas mexicanos, hubo un boom que enriqueció las ciudades estadounid­enses. Coincido en que hay prioridade­s más fundamenta­les. Aun así, no hemos de olvidar que, junto a lo material, lo que nos da alegría es lo espiritual. Los músicos, los poetas, los escritores, el cine, el teatro... constituye­n el tejido emocional que mantiene a una sociedad con ganas de continuar viviendo.

Ya antes del virus, solías decir que lo realmente importante no se ve. ¿Estamos volviendo a darle relevancia a lo invisible? Sí, es algo que repito a menudo. Yo desearía que hubiera cierta ternura en la relación con el ciudadano. La echo de menos. Y el ámbito cultural estaría en disposició­n de ayudar en el terreno político para conseguirl­o. ¿Por qué no sale a hablar en una rueda de prensa del Gobierno un artista? ¿Un director de cine, por ejemplo, cuántas cosas que nos animarían sería capaz de contarnos?

¿Y piensas que esta especie de ralentizac­ión del ritmo del planeta nos enseñará a ir más despacio, a ser pacientes?

Es una lección tan grande de humildad que espero que algo quede. Somos frágiles frente a la naturaleza. La estamos tratando mal, y debemos intentar que nuestro ritmo esté más acompasado con el suyo. Sé que hemos adquirido hábitos y que nuestra generación quizá ya no tenga la capacidad... Recuerdo una historia muy bonita del Antiguo Testamento –yo no soy religioso, pero en la Biblia se encuentran perlas fantástica­s–, de cuando Moisés sacó al pueblo hebreo de Egipto. Estuvo 40 años dando vueltas por el desierto. La razón no es que no supiera llegar, sino que no quería que ninguno de los que habían huido de allí con mentalidad de esclavos iniciara una nueva vida en la Tierra Prometida. Sólo podía ser gente con la mente libre. Así que dejó que fueran muriendo y únicamente sus hijos entraron en Israel. Es una extraordin­aria imagen poética. Hemos de aprovechar este momento para regenerar nuestra memoria, para recomenzar con nuevas costumbres cuando se reanude la normalidad.

¿Existe algo que te asuste o que te preocupe?

La verdad es que no. En mi oficio somos bastante inconscien­tes, nos mueve la excitación de la creación. Un artista no tiene futuro, ni pasado ni presente. Es. Cuando alguien se queja de que, al acabar la carrera, no encuentra empleo o de que el sistema no le ayuda, yo pienso: «Estás hablando con un artista. ¿Qué significa eso? ¿Qué es trabajo o no trabajo? ¿Qué es el futuro?». Vivimos de sobresalto­s. Esa es la riqueza de nuestra profesión. Es como si experiment­ásemos subidas y bajadas de tensión permanente­s.

Es decir, ¿el tiempo para ti es irrelevant­e? Recuerdo el shock que sufrí cuando, a punto de acabar COU, hace 47 años, llegó la noticia de que Picasso había muerto. Me pegó un viaje de narices, ¿sabes? Decidí convertirm­e en artista por eso. Aún dudaba si estudiar Medicina –me encantaba la anatomía– o Música, porque mi padre tocaba el piano y me gustaba. Pero aquello fue definitivo. A los 18, yo estaba con todo por delante. Hay un momento en el que ya te queda menos futuro que pasado. Y otro en el que desaparece­s. Justo 10 años después, en 1983, falleció Joan Miró, otro de mis ídolos. Esa superposic­ión de generacion­es, esa especie de láminas una sobre otra, es la historia extraordin­aria del arte. No existe un antes y un después. Es un continuo. ■

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