Consistencia
Amélie Nothomb publica un libro al año. Yo tardo un mes en escribir estas 400 palabras. Y, si no hubiera un cierre de revista que me obliga, podrían ser tres meses. Amélie dice que se sienta cuatro horas al día, dice que escribe pase lo que pase. Le suelen salir cuatro libros al año. De ellos elige uno para ir a imprenta. Dice que un domingo no escribió y lo recuerda como un infierno. No sé si me parece una bendición o un castigo. Claro que, gracias a esa ingente productividad, va ya por su obra número 30.
Su última novela, Primera sangre (Anagrama), cuenta la vida de su padre, Patrick Nothomb, que murió el primer día del confinamiento y del que no pudo despedirse. La novela comienza en 1964 en el Congo: «Me llevan ante el pelotón de fusilamiento. El tiempo se estira, cada segundo dura un siglo más que el anterior. Tengo 28 años». Su padre trabajaba como diplomático y se vio envuelto en un secuestro masivo. Su habilidad con el lenguaje entretuvo a los secuestradores y le salvó la vida. «Mientras las palabras reinaran, podría esperar salir de eso. Era el nuevo Sherezade: de mi aptitud por hablar dependía la vida de mis compatriotas».
Desde ese hecho histórico, cuenta su infancia, la de un niño sensible que se desmayaba al ver sangre, no querido por su madre, pero mimado por su abuela, que además se enfrentó a su abuelo, un barón venido a menos, y a una cuadrilla de tíos y tías de su misma edad hambrientos y violentos que no le dejaban tranquilo en sus veranos en el castillo de Pont d’Oye, en las Ardenas. Todo contado con humor y con una especial sensibilidad.
A Amélie Nothomb muchos le reprochan ese exceso de producción de libros, como si fuera algo malo. Como si restara valor a cada obra individual el hecho de que tenga la capacidad de repetir cada año lo mismo: una buena historia, unos buenos personajes, un público lector que la sigue. No es mi caso. A mí me resulta tranquilizador que entre toda la marabunta de novedades esté ella, porque siempre me funciona. Siempre tiene algo nuevo que enseñarme: «La infancia tiene la virtud de no intentar responder a la estúpida pregunta: “¿Me gusta?”. Para mí se trataba de descubrir».