ANGKOR, HACIA EL OLVIDO
HACE VEINTE SIGLOS, UN MUCHACHO LLAMADO KAUNDINYA, QUE VIVÍA EN EL SUR DE LA INDIA, RECIBIÓ LA VISITA DE UN DIOS. AQUELLA APARICIÓN DE ROSTRO VENERABLE SURCADO POR INFINITAS ARRUGAS, LE DIJO: “VE AL TEMPLO, ALLÍ ENCONTRARÁS FLECHAS Y UN ARCO, TÓMALAS Y REMA CON TU BARCA HACIA EL SOL NACIENTE, PORQUE HAY ALLÍ UN REINO QUE TE ESPERA”.
La quilla de su barca hendió las olas sin que nadie detuviera su veloz singladura, pues era el mismo dios quien soplaba las velas. Y así llegó hasta la costa de un desconocido país, sobre el que reinaba una bellísima mujer llamada Hoja de Sauce. Tan altiva como hermosa, la reina despreció a aquel joven medio desnudo, enviándole a su guardia para que lo arrojaran de nuevo al mar; pero Kaundinya ni siquiera necesitó apuntar con su arco mágico para terminar con los soldados: dirigidas por el dios, las flechas encontraron blanco en cada guerrero que se oponía a su paso. Rendida a su valor, Hoja de Sauce se desposó con él, iniciándose de esa forma la dinastía Khmer. Sus hijos y los hijos de sus hijos fueron engrandeciendo el reino, sabiendo conciliar el poder con el arte, los tesoros con la ciencia, y guardando siempre respeto y culto para el dios que auspició el nacimiento de la estirpe. De la lista de sucesores de Kaundinya, hay uno cuyo nombre destaca por encima de cualquier otro: Jayavarman VII. Hace ochocientos años, ese rey, devoto de los dioses y tolerante con los súbditos, acometió una de las obras más colosales, disparatadas y bellas que jamás realizase rey alguno: la ciudad de Angkor Thom. Está junto a otras que desde cinco siglos antes habían ido
construyendo sus predecesores, pero, como ellas, no es una ciudad para los hombres, sino para los dioses y para lo que de dioses tenían los reyes de esa dinastía, quienes, uno a uno, la fueron enriqueciendo con templos dedicados a sí mismos, como garantía de que su aspecto divino protegería a su aspecto humano, haciendo que su vida fuera larga y lleno de esplendor su reinado.
456 OJOS VIGILANTES
Jayavarman VII, conocedor del orden de las cosas, puso en el centro mismo de Angkor Thom un monumento singular que, a su vez, era el ombligo del mundo: el Bayon. Su torre central llega a los cuarenta metros de altura y, tanto ella como las cincuenta y seis torres restantes del edificio, tienen a cada uno de sus cuatro lados una cara; de esa forma, hay cuatrocientos cincuenta y seis ojos dirigiendo su mirada a los cuatro vientos, a los cuatro pilares del Universo, a la totalidad visible e invisible, tutelando el orden de todo lo creado. Dicen que los doscientos veintiocho rostros que adornan las torres representan todos ellos a Jayavarman, quien así velaba por el bienestar de sus súbditos en ésta y en la otra vida.
Si el visitante sabe verlo, descubrirá que el Bayon encierra todo el saber astrológico de los Khmer, tan dados a consultar los astros y a buscar la integración del hombre con el Cosmos, que esa circunstancia determinó su vida y su arquitectura. Por eso, es de presumir que en aquel laberinto agobiante de pasillos, escalinatas y galerías, o labrados en los mil bajorrelieves del monumento, se encuentren secretos del conocimiento que esos reyes alcanzaron, escritos, como siempre, en un lenguaje simbólico sólo accesible a los iniciados.
Hay constante motivo para el asombro en Angkor, la Ciudad de los Dioses, pero quizá lo más sorprendente sea el espíritu de quienes la construyeron, la tenacidad, el esfuerzo, el obsesivo impulso de levantar templos y monumentos grandiosos, superiores a cualquier otro, garantizándose así su presencia en la historia y el respeto de aquellos que vendrían después. Labrando la piedra, esculpiéndola con el mismo
Hay 456 ojos dirigiendo su mirada a los cuatro vientos, a los cuatro pilares del Universo, tutelando el orden de todo lo creado
virtuosismo que si fuesen orfebres, dejaron testimonio de sus hazañas y de sus conquistas, pero también de sus costumbres, de su vida cotidiana; con tanto rigor y detalle, que, sin dejar de ser piedra, es un libro donde quedó escrito cuanto de grandioso o trivial hicieron.
EL MENSAJE DE LA PIEDRA DE ANGKOR WAT
Vishnú extrae del Mar de la Leche el elixir de la vida y pone en marcha la Creación. Del líquido blanco, agitado por la fuerza del dios germinador, brotan todas las criaturas, incluida Lakshmi, la más bella mujer, la esposa de Vishnú, que no es otra que su propio aspecto femenino, esa madre eterna y lunar que, llámese Isis o María, cuida del hombre en cualquier religión, mitigando la cólera siempre injusta del dios generador. Todo el misterio y toda la poesía del Mahabharata y del Ramayana están recogidos en la piedra de Angkor Wat, el más grande de los templos, con una superficie de 1,5 kilómetros cuadrados en la que todo cabe. No hay páginas
En aquellos majestuosos templos dejaron testimonio de sus hazañas y de sus conquistas, pero también de sus milenarias costumbres
escritas, ni aún por escribir, que puedan dar medida al lector de lo que arquitectos y escultores hicieron allí. Puede imaginarse cuanto quiera, que si la fortuna le lleva hasta Angkor Wat un día, verá que la imaginación de aquellos hombres fue más fértil y encontró forma de plasmarse en piedra. No hay rincón en los patios o en las escalinatas, no hay arista en las torres o superficie en los muros, que haya sido trabajada con más belleza y armonía que en ese templo. No hay mujeres más sensuales o guerreros más decididos, que aquellos que allí se esculpieron. No hay columnas más delicadas ni frisos más hermosamente ejecutados, que los que el atónito viajero puede contemplar en Angkor Wat.
La Ciudad de los Dioses no es un lugar que puede visitarse en un día; ni siquiera en una semana. Tiene tanto que ver y puede sentirse tanto en ella, que es preciso el descanso a la sombra de cualquiera de sus torres para despejarse de la embriaguez que el recorrido por sus templos produce. Tal vez en ese rato de sosiego puede tomarse conciencia de lo que supuso extraer del lejano monte Kulén todas aquellas piedras que lo conforman, del incalculable valor del oro y de la plata acumulada allí por los reyes Khmer, del trabajo que generaciones
Todo el misterio y toda la poesía del Mahabharata y del Ramayana están recogidas en la piedra de Angkor Wat, el más grande de los templos
de artistas realizaron… Todo ello perdido en una parte y, en otra, a punto de perderse.
Hasta ahora, y desde hace mil años, el sol ha encendido cada amanecer el Ta’Kev, la Torre de Cristal, y las otras representaciones del inaccesible y mítico Monte Meru, que se eleva en el centro mismo de todo lo creado, lugar del paraíso de Indra y eje en torno al que giran continentes y estrellas.
Hasta ahora, y desde hace trece siglos, los primeros templos de Angkor se han llenado cada atardecer de sombras y ecos de la selva que los circunda, abriéndose a la noche para que el espíritu de los viejos reyes recorra de nuevo sus estancias.
Así ha sido hasta ahora, pero es probable que dentro de algún tiempo no vuelva ya a suceder, porque los hombres que heredamos esa Ciudad de Dioses no seamos dignos de ella y la dejemos disolverse entre la vegetación y el tiempo, hasta que sólo sea una leyenda que, por demasiado bella, nadie esté dispuesto a creer.
Aquí estoy, en mi sillón, dándole vueltas al mismo tema que en otro lejano tiempo me ocupó y preocupó hasta casi convertirse en una obsesión. Nada ha cambiado, no hay nuevos datos con los que alimentar mis elucubraciones y pensar en ello resulta tan estéril como coger agua con un cedazo, pero no puedo evitarlo. Muchos lo han resuelto por el camino de lo afectivo, es decir, dejándose llevar por el sentimiento en lugar de por la razón, pero a mí no me sirve y, aun consciente de que el raciocinio es inútil para discernir sobre una cuestión que trasciende los límites de lo razonable, sigo en ello. Me estoy refiriendo –tal vez el lector ya lo haya adivinado– a Dios y, por extensión, a la religión.
En ese lejano tiempo al que antes aludía, el de mi adolescencia y juventud, pasé por todas las posturas intelectuales e ideológicas por las que un humano vulgar en proceso de maduración suele pasar. Fui católico, comunista, ateo, liberal, agnóstico, anarquista, evolucionista, creacionista, nihilista, imbécil y otras muchas cosas más. Las hormonas, tanto testiculares como cerebrales, tuvieron mucho que ver ello, pero también contribuyó un juego en el que mis amigos y yo solíamos enzarzarnos cuando no había nada mejor que hacer. Consistía en defender argumentadamente posiciones políticas, religiosas o de cualquier otra índole frente a los demás, pero no la que uno elegía, sino la que, por suerte, le tocaba. De esa manera, el ponente debía esforzarse en encontrar razones de peso que convenciesen a los demás de la existencia del alma, pongo por caso, cuando en su fuero interno era un materialista recalcitrante. Supongo que, dada nuestra escasa cultura, los argumentos eran más pedestres que enjundiosos, pero no dejaba de ser una sana gimnasia para nuestros jóvenes cerebros y una forma de progresar por el difícil camino de la tolerancia. En mi caso, fuese por el juego o las hormonas, mudé tantas veces de ideología, que, superada esa etapa, me quedé sin ninguna.
Con lo de Dios, no he llegado a conclusión alguna. No niego su existencia, que ni eso está a mi alcance; tan sólo he entendido que no puedo entenderlo. En mi limitada mente no cabe un concepto que, por definición, engloba otros como infinitud o eternidad, ya de por sí inaccesibles para alguien que, como yo, se marea pensando en las distancias interestelares y en lo que hay más allá del Universo. De existir, y quiero creer que existe, debe ser tan grande e inefable, que sólo siendo Él puede comprenderse, así que dejo el tema pendiente para después de muerto, si es que, liberada de la carnal prisión, el alma se expande como dicen y es capaz de abordar tan gran misterio. De los diosecitos protagonistas de los textos “sagrados” que sirven de fundamento de las religiones actuales, no me ocupo –ya lo hice a conciencia en su momento– porque, a la luz de cómo esos textos los describen, lejos de merecer mi respeto, me recuerdan a Castro o a Pinochet con superpoderes –y que no se ofendan los creyentes, como
yo no me ofendo porque crean en lo que creen, por más que a mí me parezca un disparate–. Y es que una cosa es el Dios con mayúscula, coherente con la magnitud de lo creado, y otra los dioses hechos a la medida de lo humano, con nuestras mismas virtudes y defectos, sólo que hipertrofiados. Sin embargo, no es el Otro el que me inquieta, es uno de estos, Alá-Yhavé en concreto, el que empieza a quitarme el sueño. No él exactamente, que me la trae al pairo, sino los que, en su nombre, han emprendido una “guerra santa” –hace falta ser bestia para unir así dos conceptos antagónicos–. La de hace siglos, alentada por papas y obispos de la más ruin condición, me la perdí, a Dios gracias, pero ésta, promovida desde algunas mezquitas por imanes tan fanáticos como miserables, me coge de lleno. Desde que Jomeini apareció en escena, escruto las fotografías que de esos líderes fundamentalistas salen en la prensa. Me estremezco al verlos, porque su rostro suele reflejar lo que ciertamente son: psicópatas paranoicos, implacables con aquél que no comparta su locura. Lo extraordinario, lo que hace aún más loca esta locura, lo que de verdad me asusta, es que millares de hombres y mujeres asumen como propios los delirantes argumentos de tales canallas y salen a matar “infieles”. No se deje engañar el lector, posible víctima, como yo, como los que ya lo han sido, de esta sinrazón; no es una guerra reivindicativa. Aunque así la vistan, es una guerra religiosa, la más sucia y perversa de las guerras.