DESDE MI SILLÓN (III)
Lo que había descubierto por el tacto lo he confirmado con la vista: estoy calvo. No es algo deshonroso, pero duele. Hace un rato, aunque de frente despejada, era un joven con abundante cabellera. No puedo negar que, confluyendo en mí genes de dos ramas en las que hay más calvos que peludos, me temía lo peor, pero esta curiosa circunstancia en que me hallo no ha permitido siquiera que lo asuma poco a poco y, por muy flemático que uno sea, verse calvo de golpe es un trauma. Del resto, casi es mejor no hablar, porque el individuo alopécico de enormes ojeras y barba entrecana que me miraba desde el otro lado del espejo, sin duda yo mismo, es feo con ganas. Repuesto apenas de la impresión, he mirado con curiosidad el cuarto de baño. Está bastante bien y, salvo la alcachofa de la ducha, que es un tanto rara, y las diminutas, pero potentísimas, bombillas incrustadas en el techo, no he notado gran diferencia con los de “antes”.
Confieso que me produce una especie de vértigo admitir que entre el “antes” y el “ahora”, para mí un lapso inexistente, hayan transcurrido varias décadas, pero es así y debo aceptarlo con entereza por desconcertante que sea. Imaginaré que, como el protagonista de la novela de H. G. Wells, he viajado en la máquina del tiempo, pero que, por algún fallo técnico, éste no me ha respetado y, en vez de mantenerme tan pimpante como el héroe del relato, mi cuerpo ha envejecido. El que no se consuela es porque no quiere.
Sobre la tapa del bidé hay varios periódicos, de lo que infiero que sigo fiel a mis costumbres y utilizo el cuarto de baño como sala de lectura. Más por inercia que por necesidad fisiológica, he tomado asiento dispuesto a ponerme al día.
Lo primero que me ha llamado la atención es no ver ninguna foto de Franco en los periódicos. Ni siquiera aparece su nombre, lo que, si bien es comprensible, porque deben haber pasado bastantes años desde que ha muerto, resulta chocante para alguien que, como yo, ha vivido hasta hace un momento en un país en el que, con toda justicia, Su Excelencia era el protagonista indiscutible de la vida nacional. No sólo había librado a España de la barbarie comunista, defendiendo los valores tradicionales que, a despecho del contubernio judeo-masónico internacional, han hecho de esta nación la reserva espiritual de Occidente, sino que, además, gracias a su sabio y prudente gobierno, gozamos de una larga y fructífera paz, de un orden social en el que no caben, por innecesarias, huelgas ni manifestaciones de protesta, de una sólida moralidad tutelada por la Iglesia Católica, la única verdadera, y de una creciente industria que cada día nos hace más prósperos.
Soy consciente de que me expreso mezclando pasado y presente como si fueran la misma cosa, pero es que es así como me siento, con un pie en el ayer y otro en el hoy. Supongo que en unos días me habré adaptado a esta época en la que he aterrizado de sopetón, pero entretanto debe disculpárseme este baile de tiempos verbales y que considere importantes temas que ya son historia y, consecuentemente, a la mayoría le importan ahora un pito, como éste del Caudillo, pero es que Franco ha formado parte de mi vida desde que nací hasta hace un rato; ha estado siempre ahí, omnipresente y, según se nos daba a entender, omnipotente. Pensar que algún día moriría, era algo que no estaba a nuestro alcance: un personaje dotado de tantas cualidades, de cuya existencia dependían tantas y tan fundamentales cosas para los españoles, tenía que ser necesariamente inmortal. Atisbar por un momento su futura muerte, por lejana que fuese, era abrir la puerta
a la angustia. Sin él, además de huérfanos, quedaríamos desvalidos, víctimas potenciales del sionismo, del comunismo, de los masones y de todas esas fuerzas oscuras que esperaban ansiosas tan fatal momento para destruir los valores patrios y llevarnos al ateísmo y a la anarquía. Sin embargo, aunque el luctuoso y temido acontecimiento debe de haberse producido hace bastantes años, el cuarto de baño está tranquilo. He abierto los grifos y el agua fluye con normalidad, he puesto la radio de transistores –supongo que las radios sin enchufe siguen siendo de transistores– que hay en un estante, al lado de un frasco de colonia, y los locutores hablan de fútbol como antes, mientras que de la calle no llega el tumulto de turbas enloquecidas, sino el ruido de algún coche y el piar de los pájaros… Todo hace pensar que el temido caos no se ha producido o hace tiempo que lo hemos superado.
Por lo que he visto en una primera ojeada al periódico, ahora gobierna un señor que se llama Zapatero y parece que también el rey Juan Carlos, que ayer era un chaval como yo. Ya lo leeré con calma después para ver si me entero mejor. Primero quiero saber qué es “el día del orgullo gay”, porque bajo ese titular vienen unas fotos que me han dejado estupefacto. Estoy que no me llega la camisa al cuerpo. Ya les contaré a medida que vaya leyendo.