DESDE MI SILLÓN (IV)
Estoy hecho un lío. Lo último que recuerdo es que me quedé dormido en el sillón. Esta mañana fui a clase, volví a casa, comí y me senté con la intención de leer un rato, pero había estado estudiando casi toda la noche y me rindió el sueño. Eso es lo que sé, pero evidentemente no es lo que debería saber, porque me he despertado en una casa que no es la mía y, para mayor desconcierto, en un cuerpo que tampoco es el mío. Lo primero que he pensado es que seguía durmiendo y estaba dentro de una de esas raras pesadillas que producen las digestiones pesadas, pero lo cierto es que estoy despierto… digo yo, al menos me siento tan despierto como si estuviera despierto.
El caso es que, aun siendo una habitación desconocida, me resulta vagamente familiar, como si hubiera soñado con ella o algo así. Parece un despacho, pero en una de sus partes es un bar, una especie de pub, con barra incluida, decenas de botellas en anaqueles y una vieja caja registradora; el resto de las paredes están cubiertas por estanterías atiborradas de libros, incluso los hay encima de los muebles. Libros y todo tipo de cachivaches mezclados sin orden ni concierto: máscaras, imágenes de santos, divinidades hindúes, egipcias, precolombinas y vaya usted a saber de dónde, fósiles, una vitrina llena de cochecitos antiguos, cajas raras, calaveras de todos los tamaños y materiales, escarabeos, huevos de avestruz, una cabeza reducida, reproducciones –muy detalladas, por cierto– del hombre-lobo, la momia y otros “monstruos” de la Universal, pequeños moai, el Golem sentado sobre la tumba del rabí Low… Podría llenar varias páginas enumerando todos los objetos, en su mayoría absurdos, que hay repartidos por la estancia. Al principio pensé que su dueño debía estar loco, pero, en cuanto empecé a mirar con detalle los libros y algunas de las fotografías colgadas en los escasos espacios libres de estanterías, convine en que el loco era yo.
Están mis abuelos Pablo y Agustín en una foto de 1950, y hay otra de mi padre, de cuando era pequeño, asiendo orgulloso el manillar de su triciclo. Cuando las he visto, casi me mareo y he tenido que sentarme otra vez. Pero ahí no acaba todo; hace unos minutos, medio repuesto y ansioso de encontrar alguna explicación, he seguido indagando. En un rincón, protegida por un cristal y enmarcada, hay una cartulina negra en la que, con letras blancas de regular tamaño, está escrito: “Basado en un cuento de Fernando Jiménez del Oso”. ¿Cuándo he escrito yo un cuento?
Si sólo fuera eso… Según parece, por lo que he visto en las estanterías, he escrito montones de cosas. Bueno, yo o uno con mi mismo nombre, porque si fuera realmente yo me acordaría, a no ser que me haya tirado durmiendo muchos años y, dormido, haciendo de todo. Tanto da una
cosa como otra, porque lo que está sucediendo no tiene pies ni cabeza. Entre los libros que he ojeado por ver si me dan alguna pista, los hay míos, que hace unas horas estaban en mi biblioteca, aunque, por alguna razón, aquí parezcan viejos, y otros… ¡de los años que vienen! ¡Hasta los hay del 2004!
Mientras escribo, intento hacer un balance: me he dormido en mi casa, en la que vivo con mis padres y mi hermana, a primeras horas de la tarde de hoy, 17 de mayo de 1959, y me he despertado en otra casa, dónde hay algunas cosas mías y otras muchas relacionadas conmigo o con alguien que se llama como yo. Por si no fuera suficiente, estoy dentro de otro cuerpo –cuya cara aún no he visto, porque en esta habitación no hay un maldito espejo– y en un año impreciso del próximo siglo; si es que no me ha drogado mi madre con la sopa y todo esto no es una alucinación.
Vivo o muerto, despierto o soñando, lo lógico es que mire por la ventana y recorra el resto de esta casa para ver si me aclaro. Ya les contaré.