La Razón (Madrid) - Especiales
Más que una pinacoteca
UnoUno crece con los cuadros que se tienen en las paredes del salón y con los que penden en el Prado. La pinacoteca resulta tan familiar que en la charla coloquial se tiende a quitarle lo de museo, como si fuera algo superfluo y lo llamamos simplemente El Prado, que queda más cercano, como más circunscrito al orbe de lo cotidiano. Sus óleos son un poco la memoria visual y cultural del país, porque en estos lares siempre hemos andado algo asilvestrados por las esquinas de lo pictórico y literario. Este año hemos celebrado su bicentenario y es un poco como si también fuera el cumpleaños de todos, porque el español se ha acostumbrado a crecer entre la orfandad de la política y la pedagogía del Prado, que es como un profesor paciente, algo exigente, pero al que se le toma aprecio. En este país, la historia ha demostrado que todo puede fallar, menos El Prado, que es la clave de bóveda que sostiene esta nación veleta donde todo cambia y que en sus últimos doscientos años ha padecido los vaivenes de repúblicas, monarquías, dictaduras y guerras. Lo único que aquí parece predestinado a durar son los velázquez, los tizianos, los grecos, los boscos que alberga las salas del edificio de Villanueva desde 1819. Esos nombres son como los apellidos de los tatarabuelos, algo con lo que se convive desde la cuna. Con el aniversario se han montado exposiciones, conciertos (en la foto, Lang Lang entregado ante «Las Meninas»), pero no se ha rematado el Salón de Reinos, no por falta de ambición, sino de políticos con grandeza y miras. Quizá Goya tuviera razón y lo único que podemos esperar de un gobernante es un buen retrato.