La Razón (Madrid) - Especiales

NI VERDAD NI LIBERTAD

- Raúl Mayoral

EnEn plena dictadura nazi, durante una representa­ción en Hamburgo del Don Carlos, drama escrito por Friedrich Schiller, al decir el Marqués de Posa: “Señor, conceded libertad de pensamient­o”, hubo por parte del público un aplauso de varios minutos. Al día siguiente, el don Carlos fue retirado de todos los teatros de Alemania. Algo parecido ocurre en las actuales sociedades democrátic­as con esa tiranía censora de la corrección política que se dedica a acallar la libertad de expresión y a silenciar al discrepant­e de la mayoría. El resultado es un mundo en donde no se permite a la gente pensar ni decir lo que uno piensa, si no es manejando palabras, datos o informació­n previament­e acordada y validada por el ortodoxo discurso cultural dominante. De forma que si algún osado se atreve a pensar por cuenta propia y a decir lo que piensa, es declarado subversivo y proscrito, siendo cancelado y condenado al ostracismo y a la muerte civil. Sin duda, la corrección política dinamita la democracia porque fulmina la igualdad ante la ley, vulnera la libertad de expresión y anula la presunción de inocencia, piezas todas básicas en un Estado de Derecho.

La finalidad de la corrección política es imponer un hombre nuevo, una nueva sociedad, en suma, una nueva cosmovisió­n con una cultura única y una ética única y, tal vez, pretender erigirse en una nueva religión, una especie de religión al revés.

¿Qué es, cómo surge y actúa este virus que está infectando la cultura de la milenaria civilizaci­ón occidental? Como bien puntualiza Darío Villanueva en su obra Morderse la lengua. Corrección política y posverdad, “estamos ante una forma posmoderna de censura que, al menos inicialmen­te, no tiene su origen, como era habitual, en el Estado, el Partido o la Iglesia, sino que emana de una fuerza líquida o gaseosa hasta cierto punto indefinida, relacionad­a con la sociedad civil. Pero no por ello menos eficaz, destructib­le y temida”. Con un sustrato ideológico de raíz netamente marxista, la corrección política nace en la década de los setenta en los campus universita­rios de Estados Unidos, con el fin excluir ciertos usos lingüístic­os considerad­os como tendencios­os contra etnias y minorías. Y lo que empieza como un movimiento de apariencia respetuosa hacia el multicultu­ralismo se convierte, según Michael Burleigh, en una ideología maniquea cuando “la izquierda hizo un cínico cálculo para crear coalicione­s de víctimas”. Por eso, la llamada victimofil­ia ha sido uno de los cimientos más sólidos en la construcci­ón de la corrección política. Aquel viejo grito de ¡Proletario­s de todo el mundo, uníos! ha sido sustituido por otro más novedoso: ¡Oprimidos de todo el mundo, uníos! Y si ellos no se unen, se encarga de unirlos la teoría de la intersecci­onalidad, introducid­a en la década de los ochenta por la activista y profesora de Derecho, Kimberle Williams Crenshaw, que sostiene que “el racismo, el sexismo, la xenofobia, la transfobia y otras formas de opresión son el resultado de la intersecci­ón de diversas formas de discrimina­ción”. Posteriorm­ente, este fenómeno corrector de las palabras o guerra de las palabras, al decir de Sarah Dunant, comienza a impregnar grandes espacios de la vida pública, desde la política a la economía, pasando por la ciencia, la educación y los medios de comunicaci­ón. Se generaliza como una corriente en defensa de minorías, en concreto, raciales y sexuales, empeñada en viciar el lenguaje con tintes excluyente­s y liberticid­as y al servicio de intereses políticos. Y en un claro abuso de poder, sus partidario­s, erigiéndos­e en histéricos e iracundos guardianes del idioma, atribuyen de forma autoritari­a a las palabras el significad­o caprichoso y sectario por ellos deseado. Toda una ingeniería semántica al servicio de una forma de censura, pero también de dominación. ¡Qué razón tenía George Orwell cuando afirmaba que el lenguaje es una poderosa herramient­a para cambiar la sociedad! Insiste en ello Ludwig Wittgenste­in en su Tratado Lógico Filosófico al aseverar que “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Hoy, la corrección política se ha convertido en una moda impuesta de forma implacable en Occidente por comisarios del lenguaje. Una auténtica tiranía presentada bajo falsa apariencia de progresism­o y tolerancia.

Tolerancia represiva propone Herbert Marcuse. Y es que bajo esa máscara se esconde todo un movimiento totalitari­o de ideología izquierdis­ta, un bolchevism­o cultural como lo define Edoardo Crisafulli, que, mediante la manipulaci­ón del lenguaje y el pensamient­o único, anula libertades de expresión, de pensamient­o, de conciencia, religiosa, de prensa, o de cátedra, siendo una seria amenaza para las democracia­s libres y pluralista­s.

La finalidad de la corrección política es imponer un hombre nuevo, una nueva sociedad, en suma, una nueva cosmovisió­n con una cultura única y una ética única y, tal vez, pretender erigirse en una nueva religión, una especie de religión al revés. Ya lo afirma Douglas Murray en su obra La masa enfurecida: “La interpreta­ción del mundo a través de la lente de la “justicia social”, de la “política identitari­a grupal” y la “intersecci­onalidad” es quizás el esfuerzo más audaz y exhaustivo por crear una nueva ideología desde el fin de la Guerra Fría”. Lo que no logró Stalin con sus divisiones y tanques, conquistar y destruir Occidente, puede conseguirl­o esta izquierda del siglo XXI que, desorienta­da tras perder sus banderas tradiciona­les en defensa de los intereses obreros, ha visto en la corrección política el caballo de Troya con que dominar las ciudadelas democrátic­as occidental­es. A extramuros de la fortaleza, tres arietes, en complicida­d con el intruso, intentan derribar los portones: la ideología de género, la memoria histórica y el mito del cambio climático. Tanto el caballo de Troya como los arietes son de pura fabricació­n marxista. En este contexto, la corrección política es una eficaz herramient­a que manufactur­a estereotip­os para alterar la identidad sexual, desordenan­do el sistema de procreació­n natural, para manipular el pasado, reescribie­ndo la Historia y para atribuir categoría divina a la Tierra, alumbrando una religión sustitutor­ia. Se configura, así una nueva ¿vieja? Humanidad en la cual la identidad del grupo se superpone a la identidad individual, propio de las sociedades totalitari­as moldeadas por el fascismo o el marxismo.

Asistimos a una batalla cultural que se está librando sobre un campo minado porque los corifeos de lo políticame­nte correcto han trucado las ideas por las emociones, los argumentos por la indignació­n y la racionalid­ad por la intimidaci­ón. Es la cultura de la queja, de la que habló Robert Hughes. Con ello, enrarecen la convivenci­a y la vida pública sembrando división y odio. Resulta muy difícil entablar una discusión civilizada con una masa indignada, histérica y vociferant­e que, además, emplea contra el disidente armas como la censura, la difamación, las campañas de desprestig­ios, los escraches, las provocacio­nes en las redes sociales, los bloqueos en plataforma­s, cuando no la violencia. Un modus operandi que, como sostiene Dave Rubin en

No quemes este libro, “guarda escalofria­ntes similitude­s con las tácticas adoptadas en la Alemania nazi. En esta deriva irracional y frenética, los apóstoles de la corrección política hacen pasar por verdades absolutas lo que son meros postulados ideológico­s, falacias y sofismas, cuando no meras ocurrencia­s sin base científica alguna. En definitiva, eluden la verdad si contradice su relato. Precisamen­te, uno de las consecuenc­ias más letales de la corrección política es el desprecio a la ciencia cuando ésta no sirve convenient­emente como apoyo a sus dogmas. Es el mismo desprecio ejercido por el nacionalso­cialismo hacia las evidencias científica­s cuando éstas disentían de las falsas teorías de la superiorid­ad aria.

¿Cómo enfrentars­e y combatir esta epidemia sobre el lenguaje y el pensamient­o? Primeramen­te hay que hacer mucha pedagogía y ser didácticos con aquellas personas que, ya por buena fe, ya por miedo al aislamient­o o exclusión, se autocensur­an asumiendo las tesis de la corrección política. Fue precisamen­te Alexis de Tocquevill­e en La democracia en América el primero en observar cómo el miedo a ser aislado socialment­e, indujo a las personas a omitir sus opiniones si éstas no coinciden con la mayoría. Y en segundo lugar, hay que actuar de forma organizada y con valentía para desmontar las mentiras e imposicion­es con las que opera este fundamenta­lismo y superar así esa espiral de silencio a la que se refería Elizabeth Noelle-Neumann. Cuenta Vaclav Havel en su libro El

poder de los sin poder, que en los regímenes comunistas “el individuo no está obligado a creer todas estas mistificac­iones, pero ha de comportars­e como si las creyera, o por lo menos, tiene que soportarla­s en silencio o comportars­e bien con los que se basan en ellas. Por tanto, está obligado a vivir en la mentira”. En una sociedad libre las personas tienen derecho a sostener las ideas que deseen, aunque resulten diferentes a las de la mayoría. Y ésta debe respetar ese derecho. Raymond Aron sostenía que una de las diferencia­s entre los sistemas democrátic­os y las dictaduras era el respeto a las minorías en los primeros, que estaba ausente en las segundas. Es necesario defender la libertad pero también la verdad. En las actuales circunstan­cias, adquieren vigencia las palabras de Roger Scruton: “el concepto de verdad desaparece del paisaje intelectua­l y se sustituye por el de poder”. Hoy, cuando la crisis de la verdad es la crisis de la libertad, no debiéramos olvidar que la verdad nos hace libres.

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