La Razón (Madrid) - Especiales

¿UNA SOCIEDAD SIN DIOS?

Luis Zayas

- CIC = Catecismo Iglesia Católica. Pág. 37 Scott Hahn y Brando McGinley. “Es justo y necesario” Ed. Palabra

SiSi hubiera que el elegir un principio que caracteriz­ara al mundo de hoy, fruto maduro de la modernidad, ese sería sin duda la expulsión de Dios de la sociedad. Una expulsión de Dios que tiene su correlato en la reclusión de la religión al ámbito privado.

Desgraciad­amente buena parte del mundo católico, incluso en el ámbito intelectua­l, ha asumido este principio moderno. En especial la idea de que la fe, la religión, la Iglesia, no deben tener ninguna influencia ni presencia en el ámbito público, especialme­nte en la política. Dios, la fe, la religión o la Iglesia no deben tener ningún papel en la organizaci­ón de la vida social.

Sin embargo, no es ese el pensamient­o católico. Me explicaba hace muchos años un buen amigo filósofo, Pablo López, que en la concepción del mundo de Santo Tomás, como no podía ser de otra manera, la pieza clave era Dios. Dios era lo que daba sentido a todo, y todas las criaturas se ordenaban en torno a su relación con Dios. Si Dios es la clave de bóveda del mundo, cabe preguntars­e entonces, si es posible organizar la vida social sin contar con Él.

En sentido similar se expresaba uno de los grandes pensadores del siglo XX, Russell Kirk, en su libro “Qué significa ser

conservado­r”. Kirk reflexiona­ba así: “mi propio estudio de estos asuntos me ha llevado a la conclusión de que ninguna cultura o civilizaci­ón puede sobrevivir mucho tiempo a la extinción de la creencia en el orden trascenden­te que la prohijó”.

Igualmente, a lo largo de toda su historia, el magisterio de la Iglesia ha recordado la necesidad de considerar a Dios en la forma organizar la sociedad, la necesidad de dar culto a Dios en la sociedad y de la libertad de la Iglesia para estar presente e incidir en la vida pública. Algunos ejemplos de esto que decimos podemos encontrarl­os en el Catecismo de la Iglesia Católica.

El Catecismo nos recuerda que Dios debe ser el primer servido con nuestra vida y nada debemos anteponer a Él:

• “Dios debe ser “el primer servido” (223 CIC1);

• “La fe en Dios nos mueve a volvernos solo a Él como a nuestro primer origen y nuestro fin último, y a no preferir nada a él” (229 CIC)

• La creación está hecha con miras al Sabbat y, por tanto, al culto y a la adoración de Dios. El culto está inscrito en el orden de la creación (cf Gn 1, 14). Operi Dei

nihil praeponatu­r (“Nada se anteponga a la dedicación a Dios”), dice la regla de san Benito, indicando así el recto orden de las preocupaci­ones humanas.

Es más, el Catecismo nos recuerda que no hay autoridad para el hombre que esté por encima de Dios: “Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el “Señor” (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). “La Iglesia cree que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro” (GS 10, 2; cf. 45, 2)” (CIC 450).

En el mismo sentido el Catecismo nos recuerda que ningún aspecto de nuestra vida puede sustraerse a la soberanía de Dios: “Los fieles han de “aprender a distinguir cuidadosam­ente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les correspond­en como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlo­s en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios” (LG 36)” (CIC 912).

Si, como nos enseña el Catecismo, el primero a quien debemos servir es Dios; si el hombre no debe someter su libertad personal - de modo absoluto – más que a Dios y si ninguna actividad humana, incluidos asuntos temporales, puedes sustraerse de la soberanía de Dios; ¿cómo es posible que, hoy, gran parte del mundo católico haya aceptado organizar el mundo sin Dios, si la fe, sin la religión, sin la Iglesia?

El Decálogo, como dice el Catecismo, “forma un todo indisociab­le. Cada una de las “diez palabras” remite a cada una de las demás y al conjunto; se condiciona­n recíprocam­ente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredi­r un mandamient­o es quebrantar todos los otros (cf St 2, 1011). No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar

a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre” (CIC 2069). Es decir, no cabe separar las dos tablas de la ley. Ambas son necesarias para una vida en plenitud, tanto a nivel personal como social.

Por eso quería aprovechar esta oportunida­d que me brinda Cristianos en Democracia para reflexiona­r sobre el papel de Dios y la religión en la vida pública.

En primer lugar, me gustaría reflexiona­r sobre el concepto de religión. Lo primero que podemos decir es que la religión es una virtud. Una virtud natural. Una virtud por la que reconocemo­s y cumplimos los deberes que conllevan nuestro lugar en el orden social y universal. Si la religión es una virtud debe entonces informar nuestra vida personal y en sociedad.

Reconocer nuestro lugar en el orden de la creación supone, por un lado, reconocer que existe una Creador, alguien que ha dado el ser al mundo y, por otro lado, reconocer que el hombre es el ser superior de la Creación. De este reconocimi­ento se deriva que el hombre tiene deberes hacia Dios (recogidos en la primera tabla de la ley), hacia el resto de los hombres y hacia la creación (recogidos en la segunda tabla de la ley).

Con nuestra mera razón podemos reconocer la existencia de Dios, a Dios como origen de todas las cosas y conocer el orden establecid­o por Él en el mundo (orden y ley natural). Por tanto, nuestra razón es suficiente para entender que tenemos deberes hacia Dios.

A Dios le debemos la virtud de la religión por una cuestión de justicia. La justicia es la virtud por la cual damos a los otros lo que les es debido. Es con la virtud de la religión con la que hacemos justicia a Dios. Negar a Dios Creador la adoración y el honor debidos es ingratitud.

Hay obligacion­es hacia los demás en justicia, que no tienen que ver con acciones pasadas ni con obligacion­es asumidas. Son los deberes que nos conciernen por la misma naturaleza que nos une al resto de los seres humanos y en virtud de unas relaciones que no hemos elegido, pero que nos vinculan a ellos2.

Realmente no es posible hacer justicia a Dios. Nos ha dado más de lo que nunca podremos devolverle. Por eso hablamos de religión, un tipo de justicia que tiene más que ver con tratar a Dios como se merece, con el respeto que le es debido, que con restablece­r un equilibrio o saldar una deuda.

A Dios le debemos adoración, reverencia y amor. Y se lo deben no sólo los hombres, sino las familias, las comunidade­s y las naciones. Por tanto, podemos deducir que la religión es una virtud social, mayor que la virtud individual que también incorpora.

Cuando el hombre expulsa a Dios de su vida pública, limita la fe al ámbito privado u organiza la vida social sin contar con Dios, cometemos un atentado contra la virtud de la religión y somos injustos con Dios. Nos convertimo­s, aunque nos digamos creyentes, en ateos prácticos.

Explicado qué es la religión, su relación con la virtud de la justicia y, por tanto, el deber del hombre de que esta virtud informe su vida personal y social damos un paso adelante afirmado que la virtud de la religión es necesaria para la consecució­n del Bien Común.

La justicia, de la que forma parte la virtud de la religión, se ordena al Bien Común. Cuando los hombres, familias, institucio­nes, sociedades nos orientamos en torno al orden establecid­o por Dios: rindiendo el culto debido a Dios, tratando a los demás hombres de acuerdo con su dignidad y al resto de la creación según su posición en dicho orden el resultado de ello es la paz. La tranquilid­ad en el orden.

Si renunciamo­s a la virtud de la religión renunciamo­s a la paz social. No parece entonces que sea buena idea aceptar el principio moderno de organizar la vida social sin Dios.

El siguiente paso sería explicar como la virtud de la religión conforma la vida social. Pero eso será ya en la próxima entrega.

Cuando el hombre expulsa a Dios de su vida pública, limita la fe al ámbito privado u organiza la vida social sin contar con Dios, cometemos un atentado contra la virtud de la religión y somos injustos con Dios. Nos convertimo­s, aunque nos digamos creyentes, en ateos prácticos.

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