Esquire (Spain)

EN EL REINO DEL FUEGO Y EL HIELO

FRANCIS MALLMANN ES MUY FAMOSO, PERO NO POR LOS NUEVE RESTAURANT­ES QUE TIENE POR TODO EL MUNDO. LO ES POR SER UN HOMBRE ELUSIVO, COMPLEJO Y HONESTO QUE HACE LO QUE QUIERE (EN LA COCINA Y EN LA VIDA). Y EN NINGÚN LUGAR SU HOSPITALID­AD DESTACA TANTO COMO EN

- POR JEFF GORDINIER

No es fácil llegar a la isla. Primero tienes que volar hasta Buenos Aires. Allí esperas media noche, cambias de aeropuerto y coges un vuelo a Comodoro Rivadavia, una ciudad cuyo nombre te hace pensar que estás a punto de aterrizar en un balneario. En vez de eso, llegas a un lugar lleno de campos petrolífer­os y de paisaje posapocalí­ptico. Desde allí, un conductor te lleva hacia el oeste durante unas cinco horas. Lo que ves por el camino es desolador y, cuando quieres enviar una foto a un amigo, compruebas que el teléfono no tiene señal. De vez en cuando, se ve una manada de caballos salvajes. Vamos hacia los Andes. “El lago está más allá de aquellas montañas”, dice el conductor. Finalmente llegas a un muelle, donde te envuelves en capas de ropa: sombrero, guantes, bufanda, parka. Es junio aquí en la Patagonia, invierno, pero no te das cuenta del frío que hace hasta que subes a la balsa y empiezas a navegar a través de las frígidas aguas del lago La Plata. Durante unos noventa minutos, un espray frío golpea tu cara. Cuando la balsa comienza a disminuir su velocidad te das cuenta de que llevas viajando 25 horas seguidas. Francis Mallmann te recibe en la isla: “¿Una copa de vino?”, pregunta. Es un hombre cuyo enfoque de la cocina y de la vida parece un homenaje a un tiempo y un lugar olvidados. Mientras los chefs más influyente­s del mundo pelean por ser considerad­os como líderes creativos y progresist­as de la gastronomí­a, Mallmann ha ido en la dirección opuesta, abandonand­o la alta cocina y centrándos­e en un estilo que se reduce a palabras tan sencillas como humo, fuego, aire, piedra, sal, lluvia, carne, vino. Dirige nueve restaurant­es en todo el mundo, principalm­ente en América del Sur, pero a diferencia de Massimo Bottura, Daniel Humm o Joan Roca, no está asociado a ningún establecim­iento en particular. Es famoso por ser Francis Mallmann, el dandi patagónico que puede preparar una gran comida en un claro del bosque, usando poco más que unos cuantos palos y fuego. Como mucha gente, desarrollé un interés más profundo en Mallmann después de ver el episodio de Chef’s Table sobre él en Netflix. Envuelto en humo y paseando por su refugio patagónico como un rey derrocado, Mallmann, de 62 años, aparecía como el protagonis­ta de una vida complicada (al igual que Gregg Allman y Bob Marley, ha engendrado una multitud de descendien­tes de diferentes relaciones: seis hijos, cuatro madres). Podría decirse que él mismo es una isla en sí mismo. Ya antes del estreno de Chef’s Table, la influencia de Mallmann había ido creciendo, casi en proporción directa a su deseo de distanciar­se de la corteza superior culinaria y hacer lo suyo. Es escurridiz­o y rara vez participa en eventos gastronómi­cos. Tiene varias casas en América del Sur, pero se siente más cómodo aquí, en una isla, bajo las nevadas cimas de los Andes, en un lugar tan lejano que no hay manera de llamar a nadie, aparte de un teléfono satélite que Mallmann tiene a mano para emergencia­s. Sin embargo, hasta aquí también llegan los placeres de la civilizaci­ón. Mallmann y su hermano Carlos (que vive en una colina aún más profunda en el bosque) tienen un arsenal de artículos de lujo. “Tenemos suministro­s de todo”, dice Mallmann. Hay abundancia de queso y vino, pero también hay estantería­s llenas de películas en DVD. En su granja en Uruguay tiene alrededor de 4.000 libros de poesía, pero también hay una gran selección aquí, así como una biblioteca de libros de cocina, muchos escritos por mujeres. “Son las mejores”, dice sobre las mujeres chef. “Mucho mejores que nosotros. Toman mejores decisiones”. Sin teléfono con el que perder el tiempo, Mallmann tiene muchas horas en la isla para ver películas y leer libros, pintar y tocar la guitarra. Hay ropa esparcida por todas partes, botellas de vino vacías, ceniceros hasta arriba. “Me despierto por la mañana y veo el desorden y me encanta. Así es como me gusta vivir”, dice. El almuerzo es un bistec a la milanesa, una receta clásica de Sudamérica, aunque en lugar de hacerlo como se espera, con el filete de ternera

Tras un viaje de 25 horas seguidas, Mallmann te recibe en la isla. “¿Una copa de vino?”, pregunta

cortado muy fino, Mallmann lo presenta con dos trozos de carne que parecen dos discos de hockey apilados uno encima del otro. Los fríe rebozados con pan rallado y queso cheddar. ¿Está bueno? Tanto como que después de comerte dos, te piensas si ir a por el tercero.

RAÍCES

La vida de Mallmann ha estado marcada en buena parte por su propia experienci­a. Su padre, un prominente físico, crio a la familia en la Patagonia, y Mallmann habla de su infancia con un romanticis­mo desenfrena­do. El colegio le aburría. Se llevaba una almohada a clase, la colocaba sobre la mesa y se dormía. A los 16 años se emancipó de sus padres y se mudó a San Francisco. Compró un MG vintage y recorrió la costa de California, escuchando música y trabajando como carpintero. “Era un vagabundo de playa”, dice. “Pero nunca tomé drogas, no sé por qué”. Al principio no tenía ninguna intención de convertirs­e en chef, pero regresó a Argentina para abrir un restaurant­e con un amigo y las circunstan­cias lo llevaron finalmente a París, donde se enamoró de la cultura francesa. “De la forma en que viven los franceses”, asegura. “Y el amor. Las mujeres son tan infieles… Me encanta eso”. Tenía 20 años. Era 1976 y durante las dos décadas siguientes pagaría sus facturas trabajando en algunas de las cocinas más importante­s de Francia, aprendiend­o junto a chefs como Roger Vergé, Raymond Oliver y Alain Senderens, y progresand­o hasta… hacerlo explotar todo. “La Academia Internacio­nal de Gastronomí­a me había invitado a prepararle­s una comida”, escribe en la introducci­ón de su libro Seven Fires. “Yo estaba en compañía de grandes estrellas como Alain Ducasse, Ferran Adrià y Frédy Girardet, y yo era el primer chef del Nuevo Mundo”. Pero en lugar de servir una delicada oda a la gloria gala, envió a uno de sus socios a Perú y le pidió que comprara mil kilos de patatas. Estas viajaron desde Sudamérica hasta Fráncfort (Alemania), donde se reunían los dioses de la gastronomí­a. Mallmann, en un homenaje al continente donde nació, sirvió nueve platos de patatas. La respuesta fue inesperada­mente positiva y eso le dio la confianza para pasar a una cocina más primitiva. “Un sentimient­o de cambio se apoderó de mí”, escribe. “Terminé con las salsas finas y los ingredient­es apilados en el plato. Quería crear una cocina basada en mi herencia andina”. Había crecido alrededor del fuego y en las cocinas con estrella Michelin de Francia echaba de menos la fragancia del humo y el carbón. “Tenía cuarenta años y estaba perdiendo el interés. Un día me di cuenta de que todos esos fuegos de mi niñez eran muy profundos dentro de mí”.

LA BELLEZA

“Déjame ir a ver cómo está la bestia”, me interrumpe. Podrías hablar de su vida durante horas, pero si realmente quieres que te vuelen los sesos, necesitas verle cocinar. Mallmann, con una boina, una camisa y una chaqueta de pana está junto a dos ayudantes atando el cadáver de un cordero a unos palos. “Está un poco delgado porque es invierno, pero sabrá delicioso”, dice. “Se cocina hasta el límite del hueso. Muy despacio, ahí reside la belleza”. Casi todo lo que él y su equipo comen aquí en la isla –así como cada clavo, viga, maceta y olla de la casa– ha llegado por camión y barco. La ceniza revolotea por el aire. El cordero está a un par de pies del fuego, apoyándose sobre él, pero no justo encima de él. “¿Qué hora es?”, pregunta Mallmann. “¿Es hora de tomar una copa de vino?”. Son las 11:00 de la mañana. “Perfecto”, dice. Hay una larga mesa de madera en el centro del cobertizo. Aquí es fácil regresar al estado mental de un niño de 12 años. Comes con las manos. Tiras palos al fuego. “Cocinar es cuestión de paciencia”, comenta. “Se trata de capturar el momento adecuado. Lo más hermoso de la cocina es el lenguaje silencioso. No puedes escribir sobre eso. No puedo enseñarlo. Por eso hay tantos libros de cocina, pero casi ninguno tiene éxito”. Mallmann se levanta de vez en cuando para unirse a su equipo frente al fuego y preparar un plato. Rallan unas patatas y las echan en una plancha de hierro fundido para hacer patatas fritas patagónica­s. En un momento dado, toca con las yemas de los dedos una cavidad del cordero para ver cómo va, y desliza un cuchillo para cortar los riñones, que se sirven con un poco de sal y envueltos en grasa. Todo es muy bestia. Incluso el postre es bestial: un crep relleno con dulce de leche, con azúcar quemado por encima. Lo mejor, sin embargo, llega a mitad de la comida: Mallmann calienta unos tomates sobre el metal caliente y tira el pan directamen­te al carbón. “Lo estoy quemando”, dice. Cuando el pan está bien quemado lo echa en la mesa, lo corona con los tomates calientes, lo llena de sal, aceite de oliva y salsa chimichurr­i y lo corta todo en trozos pequeños con una herramient­a que parece un raspador de pared. “Sírvete tú mismo”, me dice. Nos quedamos en silencio mientras recogemos el pan con los dedos. Está delicioso. “Es hermoso, ¿verdad?”.

La Academia Internacio­nal de Gastronomí­a le invitó a preparar una comida para los mejores chefs del mundo. Les sirvió nueve platos de patatas

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Tomando una copa de tinto. Guarda en la isla cantidades ingentes de vino, que bebe a cualquier hora del día.

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