Esquire (Spain)

LAS GAFAS DEL DIRECTOR SAPIENS

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Iba a escribir de otra cosa. Quizás del modo inadvertid­o en el que está empezando a llegar la primavera a Madrid, anunciado trasiego de vencejos y despertar repentino de las gramíneas (¡peligro, alergia!). O del motivo por el que las Panteras Rosas (esos bollitos coloreados que tanto ayudaron a mantener nuestros niveles de azúcar excesivame­nte elevados en la infancia) ya no saben como antes. Podría haber recordado los jueves por la tarde de mi niñez: eran jueves de visita de la tía Luci y, por lo tanto, de tebeos, “calcamonía­s” y violetinas. Me han venido a la memoria al corregir los cromalines del impresiona­nte texto que nos asesta Rosa Martí en la página 136 dedicado a los dibujantes viejos que nos hicieron niños felices. Luci venía soltera y risueña a regalarnos caramelos y lectura. A mí, Mortadelo y Filemón me enseñaron a reír entre líneas.

O ¿por qué no? Podría haber aprovechad­o esta tribuna para darle algún consejo a mi hijo, a punto de enfrentars­e a la Evau-pau-selectivid­ad, convencido como lo estábamos nosotros de que la vida depende de un examen, como si la vida dependiera de algo. “Sal ahí y disfruta”, le diría, si no fuera porque a lo mejor me manda a la mierda, y con razón: ¿alguien algún día disfrutó con la Selectivid­ad?

Podría haber escrito de todo eso, pero no. Al cierre de este texto (hay quien lo llama editorial, pero la palabra se me antoja viejuna) llega la triste noticia de que al mundo se le van cayendo los sabios a pares. El científico y pensador Jorge Wagensberg y la mente contemporá­nea más increíble, Stephen Hawking, han muerto. Habría que decir que la flecha del tiempo los lleva ya a una nueva singularid­ad más allá del misterioso horizonte de sucesos de nuestras vidas. A S.H. no lo traté en persona, pero J.W. es una de las mentes más brillantes con las que jamás me he tomado un café.y eso que, como director de la revista Quo, he tenido el privilegio de tomar cafés con algunos de los sabios y las sabias más eminentes de este planeta. El café los sabios lo toman igual que el resto de los mortales: con o sin azúc a r , manchado o americano, eso es lo de menos. Pero al sentarte delante tienes la sensación de que ellos y ellas eligen mejor. Jorge elegía mejor el café, y elegía mejor las palabras y lo elegía mejor casi todo, entre otras cosas porque sabía mejor cómo funciona esa materia que los Homo sapiens tenemos entre las orejas y que llamamos cerebro. La primera vez que me cité con él fue para presentarm­e a Ferran Adrià. Charlamos los tres un buen rato paseando por un bosque tropical de pega en el corazón del Museo Cosmocaixa de Barcelona. Yo me acordé entonces del consejo de mi profesor de batería: hagas lo que hagas, trata de tocar siempre con músicos mejores que tú. A decir verdad, en mi caso eso no era difícil.

En aquella cita J.W. me enseñó una bella idea: ¿y si la cultura fuera también una suerte de apetito? Del mismo modo que sentimos gozo cuando satisfacem­os nuestras necesidade­s físicas de sexo y alimento, conocer algo nuevo también genera un placer indescript­ible. El “gozo intelectua­l”, como lo llama Wagensberg, es tan potente como (y, en ocasiones, más estimulant­e que) el placer físico. Quizás eso explique cómo fue el gran Hawking capaz de vender 10 millones de libros de pura física teórica en medio de un fin de siglo anhelante de respuestas. J.W. y S.H. no fueron grandes por dar respuestas, hicieron algo mejor: cambiaron las preguntas de toda una generación. Y por eso ahora somos, sin ellos, un poco menos sapiens.

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