Esquire (Spain)

El trafcante de pecados

NACHO ABAD*

- PALABRAS DE HONOR

La lluvia caía oblicua, lóbrega y silenciosa sobre la plaza de la Catedral. Por uno de los extremos apareció un hombre rollizo y de escasa estatura que caminaba apresurado mirando al suelo brillante, pulido por el agua, ajeno a la belleza de la ciudad que crecía de la piedra. La cruzó entera y, sin aminorar el ritmo, serpenteó por las estrechas rúas de diverso nombre sin atreverse a establecer contacto visual con los pocos paisanos que a esa hora de la noche encontró en su camino. Le apremiaba descargar su conciencia con un sacerdote que devolviese la paz a su espíritu. Había elegido bien el lugar, una parroquia pequeña, última hora del día y lo más alejada de su casa. No quería encuentros inesperado­s.

Pedro miró su reloj. Apenas le quedaban unos minutos de aguardar quieto en el confesiona­rio a que sus fieles se acercasen a revelarle sus pecados. Aquella tarde nadie, salvo la habitual doña Virtudes, había pedido la absolución. Lo prefería así. Al principio le gustaba escuchar los secretos de sus feligreses, le apasionaba oírles relatar sus pecados, las maldades diarias, los cuernos, hasta los pequeños delitos. A veces, incluso, tenía que refrenar el impulso de preguntar por los detalles y de asomarse por la rejilla de madera para ponerle cara al pecador. Con el tiempo conocía cada tono de voz, la forma de susurrar, hasta sus expresione­s más frecuentes. Sabía quién estaba al otro lado hasta con los ojos cerrados. Tenía cientos de anécdotas, como aquella vez en que tuvo que contener la risa cuando una mujer le pidió que le otorgara la “solución”.

Esa rutina se rompió una tarde. “Don Pedro”, le llamó un feligrés como si le conociera de toda la vida. “Me dedico a descargar alijos de droga”, reconoció sin tapujos. “Esta madrugada tengo faena. Absuélvame, padre, y, si la muerte me sorprende, dígale usted al que está arriba que me arrepiento de mi vida de pecador para que me deje entrar”. Se fue antes de que le diera tiempo a explicarle que no existía la absolución anticipada.

Volvió al día siguiente y, agradecido, le contó algunos detalles de cómo fue el desembarco del alijo, cómo logró escapar sin problemas del cerco de la Guardia Civil y, cuando hubo acabado, imploró su perdón. Pedro no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo. Le reprendió con dureza y le explicó que Dios siempre abría sus brazos a las ovejas descarriad­as, pero que debía existir un verdadero arrepentim­iento. La voz del otro lado de la rejilla afirmó que así era, aunque al cura no le sonó verdaderam­ente compungida. Desde aquel día su parroquia se convirtió en un peregrinar de narcotrafi­cantes que acudían a pedir su perdón siempre con anteriorid­ad al delito, sabedores de que jamás daría el soplo a la policía, porque les amparaba el inviolable secreto de confesión.

Una noche, cuando estaba apunto de cerrar la iglesia, entró en su parroquia un hombre que provocaba miedo solo con su presencia. Corpulento, con la mirada más oscura a la que jamás se había enfrentado y con una dentadura de depredador. Sus dientes afilados como dagas estaban tan descolocad­os que parecía que tenía una doble línea. Le arrinconó en una esquina del púlpito. –Padre, tenemos que hablar de negocios. –¿Con quién hablo? –preguntó temiendo que fuese algún narcotrafi­cante.

– Policía – respondió al tiempo que le enseñaba la placa.

–¿Qué puedo hacer por usted, señor agente? –Trató de ser amable, aunque no había logrado desembaraz­arse de la inquietud que le provocaba el extraño.

–Hemos detenido hoy a su melliza por narcotráfi­co –le informó seco–. Está implicada en la descarga de un buque de dos toneladas de cocaína. Le pueden caer hasta 18 años de cárcel.

Pedro abrió los ojos sin saber qué decir. Su corazón había comenzado a latir muy fuerte. –Está en su mano que no entre en prisión. El investigad­or le explicó que en el mundo del hampa gallega se había extendido la convicción de que daba suerte acudir a confesarse a su parroquia antes de recibir un cargamento. Según le contó, su propia hermana, un día de borrachera, había plantado el germen de lo que se había convertido ya en una leyenda. Dijo que se confesaba con usted antes de cada descarga, que así se enfrentaba a la muerte libre de pecados, decidida y con valentía, pero que además descubrió que le daba suerte, que era como su talismán porque jamás había sido detenida.

–¡ Es mentira! – protestó Pedro, sabedor de que María jamás se había confesado con él.

–La historia se distribuyó entre los delincuent­es, deseosos de creer en algo más que en la suerte, y comenzó el peregrinaj­e, como si su iglesia fuese el Santuario de la Virgen de la Santa Fortuna –continuó el agente sin prestarle atención–.

Una noche, cuando estaba a punto de cerrar la iglesia, entró en su parroquia un hombre que provocaba miedo solo con su presencia

Hemos establecid­o vigilancia­s y hemos comprobado que casi todos los narcotrafi­cantes en activo se confiesan aquí. Si quiere librar a su hermana de la cárcel, necesitamo­s que nos cuente los detalles de sus pecados.

Le costó tomar la decisión, pero entre ser fi el a Dios o a su melliza, eligió a esta última. Al principio solo le pidieron que avisase de las visitas de los narcos, pero poco a poco le fueron exigiendo cada vez más. Tenía que grabar las confesione­s, entregar los audios y hacer algunas preguntas que orientasen a la policía para pillarles in fraganti en los desembarco­s. Y aunque rogaba a Dios que los criminales no acudieran a su parroquia para no tener que traicionar­les, ellos seguían peregrinan­do a su humilde iglesia a pedirle la absolución. Estaba inmerso en esas diatribas, dejando transcurri­r los minutos para abandonar su espera de almas que acudieran a aliviar su culpa, cuando escuchó cómo alguien se arrodillab­a al otro lado del confesiona­rio y golpeaba la madera con los nudillos para ser atendido. Al hombre le perseguía la angustia, porque fue correr la rejilla y romper a hablar, sin darle tiempo a terminar la frase “Ave María Purísima”.

–Perdóneme, padre, porque he pecado. Le he sido infiel a mi mujer en multitud de ocasiones. Me aprovecho de mi puesto de trabajo para tener sexo con chicas jóvenes. Las engaño, les miento para que se abran ante mí. A veces les he regalado retazos de informació­n confidenci­al que luego ellas me agradecen en la cama. Pero hay algo mucho más grave que me atormenta desde hace días –A Pedro la voz le sonaba conocida aunque no sabía de qué, no era de su parroquia–. Me gusta el sexo duro. Me excita el cuero, pegar y que me peguen. El otro día, jugando, murió una chica, fue sin querer. No me di cuenta de que estaba apretando tan fuerte. Traté de reanimarla, pero ya había fallecido. No puedo entrar en la cárcel, jamás sobrevivir­ía. Por mi profesión supe qué hacer. Limpié la escena y no dejé una sola huella de mi presencia. La policía ha detenido a su novio. Le acusan de haberla estrangula­do. Padre, pido su perdón. Necesito su absolución.

Pedro le sugirió que acudiese a la policía a decir la verdad. Le insistió en que era su obligación entregarse antes de im- ponerle la penitencia. El hombre del otro lado juró que lo pensaría y, en cuanto escuchó el “ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritu Sancti”, salió de la iglesia.

A Pedro solo le dio tiempo a verle un segundo. Un hombre bajito y gordo, y enseguida supo quién era: el juez que copaba los titulares día tras día en la lucha contra el narcotráfi­co. También supo qué hacer. Usaría la grabación para librarse de la policía de por vida. Cambiaría la confidenci­a por la absolución permanente de su hermana y recuperarí­a la intimidad para sus feligreses. Lo que todavía no había decidido es si él se confesaría.

* Nacho Abad (Guadalajar­a, 1970) es periodista, criminólog­o y escritor. Su última novela se titula ‘Sé que estás viva’ (La Esfera de los Libros).

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